Tribuna Abierta
El juego invisible del control
La verdadera pregunta no es tanto quién controla la tecnología, como quiénes somos nosotros en relación a ella
Esteban Fernández Hinojosa
Las preguntas más frecuentes sobre los avances tecnológicos suelen girar en torno a dos ejes: quién controla las máquinas y cómo se distribuyen sus beneficios. Esta perspectiva ha simplificado, quizá en exceso, la compleja relación entre el ser humano y sus creaciones, lo que subraya ... la influencia de Platón en el pensamiento occidental sobre la tecnología con la distinción entre episteme (conocimiento) y techne (destreza). Para que la tecnología no quedara reducida a mero artificio, su desarrollo debía ser guiado por la razón y la aplicación de conocimientos científicos y técnicos. La visión del control sobre los artilugios humanos ha sido desarrollada por pensadores modernos, como Bacon o Descartes, y continuada por diversos autores contemporáneos, quienes sostienen que, gracias al conocimiento científico aplicado, el ser humano es el amo y señor de la naturaleza. Sin embargo, la cuestión de mayor envergadura, la pregunta acerca de quiénes somos los humanos para creer que controlamos cualquier herramienta –piense el lector en el smartphone–, pasa inadvertida entre las variables de este complejo vínculo.
Es evidente que la tecnología ayuda a realizar tareas, pero también afecta a nuestra subjetividad y experiencia del mundo porque moldea la forma de pensar y sentir. Cuando el ser humano se siente el creador que domina sus propias herramientas, ignora que también ellas lo constituyen. En la naturaleza cada innovación realiza el trabajo que se espera de ella: los delfines mulares cazan con esponjas marinas para proteger sus hocicos de los fondos rocosos; los castores construyen diques con piedra y barro, las arañas fabrican telas de seda para ampliar su sensorio... Lo asombroso en el hombre es que sus herramientas transforman a su vez sus hábitos y forma de pensar. No sería extraño, contra lo que sostiene el pensamiento tradicional, que el uso de herramientas rudimentarias por los primeros homínidos haya sido el factor que impulsó la evolución del cerebro humano
El lenguaje, como herramienta esencial, ha moldeado nuestra conciencia. Heidegger lo expresa en su célebre metáfora: «El lenguaje es la casa del ser», un refugio donde habitan las intuiciones, sentimientos, pensamientos y comprensión del mundo. Al mediar entre las intenciones profundas y la realidad, el lenguaje reforma nuestros horizontes mentales. En la cautivadora oda al libro que es el ensayo de Irene Vallejo 'El infinito en un junco', se presenta el junco de papiro, que crece a orillas del Nilo y su delta, como la planta de la que se ha servido el ingenio humano para crear los primeros rollos manuscritos. El «infinito» simboliza el poder de la palabra escrita para trascender el tiempo y las fronteras. Con una inusitada mezcla de belleza y sencillez, Vallejo traza el largo camino de la oralidad a la escritura, donde se ha moldeado nuestra manera de pensar y soñar. Las culturas orales dependían del ars poetica para preservar la memoria; la escritura la liberó de esa rutina y, más tarde, la imprenta democratizó el acceso al conocimiento y transformó la conciencia lingüística. Con la lectura, con la repetición idéntica de palabras, se abrió una ventana nueva a la realidad que transformó nuestra relación con el conocimiento.
Si nacemos en una cultura técnica que moldea nuestra identidad, la creencia de que podemos gobernar las herramientas sin que nos afecten constituye un sesgo peligroso. El uso de herramientas complejas facilita las cosas y resuelve problemas, pero también «ahorra» trabajo a las capacidades intelectuales y morales al delegar las tareas de razonamiento, cálculo o deliberación. De hecho, evaluar a un alumno que dispone de IA no es tan problemático como valorar el impacto que esa dependencia tecnológica puede ejercer en su desarrollo intelectual y moral. La verdadera pregunta no es tanto quién controla la tecnología, como quiénes somos nosotros en relación a ella. Que el ser humano sea, por naturaleza, un animal técnico arroja sombras a la hondura necesaria de su identidad para abordar las implicaciones morales de sus innovaciones. Necesitamos replantear el mito de que somos los amos y señores de nuestras herramientas. No solo pueden modificar a la carta el genoma de nuestras células germinales, sino que, más allá de las consecuencias de ese control, también pueden gobernar y configurar desde nuestras capacidades más elementales hasta lo más profundo de nuestro ser.
Médico y doctor en Medicina
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