Quemar los días
Vaya viejo tan ridículo
Se hacían selfies con nosotros. Tuve la sensación de estar exprimiendo la vida
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Iniciar sesiónHace tiempo que se nos viene muriendo gente de los tiempos del colegio. Ahora empezamos a perder a los que conocimos en la facultad. Días atrás nos dejó un compañero de nuestra promoción de Periodismo, con quien particularmente compartí bastantes buenos y algunos malos momentos. ... Recordaré para siempre su sonrisa, su fino sentido del humor, las conversaciones sobre literatura y música y, muy especialmente, que me descubriera al escritor Guillermo Rosales y a la banda Yes.
Ha cuajado en Sevilla una suerte de grupo de escritores de gran talento, situados en torno a la cincuentena, algunos sevillanos de acogida, cuya obra es observada y seguida con atención en toda España e incluso, gracias a las traducciones, fuera de nuestras fronteras. Seguramente, sin pretenderlo, el padre de todo este grupo sea Juan Bonilla, también sevillano de acogida, aunque su Jerez natal siempre acabe colándose en sus conversaciones. Escurridizo, con un carácter propenso a la introversión, lo cierto es tenemos mucha suerte de contar en Sevilla con una figura literaria como la suya, siempre generosa, que ha construido una obra recia y llena de talento, trufada de premios relevantes como el Nacional de Narrativa o el Bienal Mario Vargas Llosa. El más reciente ha sido el Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado, por un libro de poemas, Los días heterónimos, que es una celebración de la vida tras haber visto muy de cerca la muerte. A sus casi sesenta años, Bonilla reflexiona a través de poemas de gran hondura y belleza sobre su trayecto vital, sus recuerdos, el esplendor de la vida y el milagro de vivir.
Al leer su poemario, me contagia su sensación de cambio de década, en mi caso hacia los cincuenta, dominada por cierto sosiego y paz consigo mismo, aunque consciente de que el milagro de la vida se acorta y hay que exprimirlo y estirarlo hasta el límite de lo que da de sí.
Semanas atrás, con mis amigos de toda la vida, viajamos a El Palmar. Una de las noches, acabamos en una discoteca hasta muy altas horas de la madrugada. Éramos, sin ninguna competencia, los más viejos de aquel antro. Durante horas, no paramos de bailar. Hubo varios chavales que se hicieron selfies con nosotros; supongo que les interesaban los retratos arqueológicos. Tuve la sensación de estar exprimiendo la vida.
En el poema Esos chicos, Bonilla acaba reconociendo, al ver desde su ventana a unos chavales divirtiéndose, que siente envidia de no tener sus diecisiete años, «cuando lo que me pide el cuerpo indecente es salir y unirme a ellos en el callejón y que alguien asomado a su ventana murmure al verme: vaya viejo tan ridículo».
Es mi propósito, mi programa para lo que me queda por vivir: que me tachen de viejo ridículo, pero viejo vivo.
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