QUEMAR LOS DÍAS

Divertirnos como demonios

Ozzy ha vuelto a casa con mamá, dejándonos como regalo un patio en el que jugar como niños hasta que la música se apague

Como la posibilidad de asistir al concierto de despedida de Black Sabbath y del bueno de Ozzy en Birmingham, celebrado el pasado día 5 de julio, era sin más imposible —las 45.000 entradas se agotaron en 16 minutos—, mi amigo Sergio, nuestro Pope del ... metal, se sacó de la manga una discreta quedada en su nueva y formidable casa para presenciarlo en streaming, con la que dimos por estrenado su pantallón de plasma de tropecientas pulgadas. Durante casi once horas de trasiego cervecero y música de muchos decibelios, tuvimos la sensación, todo el tiempo, de estar asistiendo a algo histórico, que de hecho ya ha sido comparado con el concierto homenaje a Freddy Mercury en Wembley. Disfrutamos de las guitarras de Nuno Bettencourt y de Tom Morello, de la batería de Danny Carey, de las apariciones fulgurantes de Ronnie Wood o de Steven Tyler marcándose el Whole Lotta Love de los Zeppelin, pero sin duda el momento más emotivo fue cuando, en el tramo final, ya metidos en la madrugada, Ozzy Osbourne apareció para cantar algunos temas, primero con su grupo y después con la agrupación de Black Sabbath originaria. Enfermo de Parkinson, con unas condiciones físicas muy mermadas, no era difícil barruntar que moriría tres semanas después. Porque aquello era en toda regla su despedida.

Resultaba complicado, aun estando sobrio, no conmoverse con su interpretación, con la voz devastada, pero aun así decidida, de Mama, I'm Coming Home, esa carta de arrepentimiento que en realidad es un regreso al útero materno, allí donde nunca hace frío ni existen las antipáticas mañanas de lunes.

«Back to the beggining» se llamaba, de hecho, el concierto de despedida, un regreso a los orígenes del artista y el grupo que inventó el rock duro y pesado, el heavy metal.

A Ozzy se lo conocerá siempre como el Príncipe de las Tinieblas, pero sobre el escenario su imagen resultaba tierna y frágil. No hay nada más frágil y más tierno, pienso, de hecho, que el heavy metal.

La pasada semana pude desbloquear uno de mis grandes deseos, que era ver a Accept en directo, en el Sun & Thunder de Fuengirola. Mis dos amigos y yo, los tres aún cuarentones, bajábamos de forma significativa el promedio de edad del público. Todos eran, en su mayor parte, cincuentones y sesentones con chupas de cuero y pantalones de pitillo, calvos o de ralas melenas, agitando en el aire sus manos cornudas. Daban ganas de abrazarlos a todos, estaban felices en sus entrañables tinieblas de demonios y pinchos.

Seguramente eso sea lo que más aprecio del rock: la posibilidad de volver a ser niños, a jugar, reír y divertirnos como demonios. Ozzy Osbourne ha vuelto a casa con mamá, dejándonos como regalo un patio inmenso en el que seguir enseñando los cuernos y siendo felices junto a los amigos de siempre.

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