LA TERCERA
Leonor hace los deberes
Frente a una sociedad concebida como un entramado conflictivo de derechos expansivos, los deberes como la trama que permite que el tejido de esas reivindicaciones no se deshilache
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Ricardo Calleja Rovira
Sólo hay una niña en España que al cumplir los dieciocho años no verá ampliados sus derechos: Leonor de Borbón. Una chica sólo que no inaugura su emancipación de la patria potestad explorando fuera de pista su estrenada libertad. Única adolescente que no publica ' ... selfies', sino que posa imitando el gesto marcial de su padre. Una mujer que al hacerse mayor de edad jura solemnemente sus sagrados deberes y se vincula indisolublemente con la patria.
«Las niñas ya no quieren ser princesas», cantaba Sabina, con una mezcla de amargura y reivindicación de la capital y sus calles desnortadas. Pero Leonor sí quiere ser Princesa. Con emoción y perplejidad, comprendemos que su papel en la Casa Real no es una ensoñación infantil, ni un privilegio, ni mucho menos una frivolidad de papel 'couché'. Es la respuesta a un deber, la asunción de una responsabilidad, como dijo con aplomo en su reciente discurso en Oviedo.
En nuestro tiempo de crisis, las instituciones necesitan volver a ser justificadas. Pero los pilares de una sociedad solo se fundan en una sabiduría colectiva fruto de la experiencia. Trascienden por eso el argumento abstracto que pueda enunciar un individuo, con su racionalidad cortoplacista e instrumental. Por eso, lo fundamental no es la retórica, sino la puesta en escena, la actualización performativa de una realidad simbólica. Porque el símbolo nunca es sólo símbolo: es el todo invisible en la parte visible. Sin el símbolo no hay horizonte capaz de concitar la acción común. Con el símbolo actualizado en gestos y palabras, poco más hace falta decir o hacer para que se desencadene ese actuar conjunto. Y sólo entonces tiene sentido discutir, porque ya no lo hacemos en abstracto y neutralmente, sino situados ante decisiones concretas, con plena responsabilidad.
En este sentido, no me parece una estrategia inteligente la de justificar la monarquía -no digamos, cada paso histórico de la misma, como el que vivimos- en términos utilitarios. Todavía suenan los aplausos póstumos a Nuccio Ordine y su defensa de la utilidad de lo inútil, en la ceremonia del premio Princesa de Asturias. Creo que es poco eficaz como apología de la monarquía compararla con escenarios republicanos contrafactuales (por ejemplo: ¿estaríamos contentos con Zapatero o Aznar de presidentes de la república?).
Y, sin embargo, me atrevo a mostrar por un momento los hilos de un argumento sobre la superioridad moral de la monarquía. Pero sin abstracciones: de nuestra monarquía en nuestra sociedad.
La escena que presenciaremos mañana lo dice todo. Frente a una sociedad concebida como un entramado conflictivo de derechos expansivos, los deberes como la trama que permite que el tejido de esas reivindicaciones no se deshilache, y pueda formar una comunidad moral. Deberes que se visten de uniforme militar para asumir el 'ethos' del sacrificio por la patria, la voluntad de que la cabeza -como parte más digna del cuerpo- se ponga al servicio del todo, de la comunidad política.
Frente a la idea de que el poder es un privilegio, la proclamación de una vocación de servicio. La declaración de un principio moral cristiano y republicano («el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor»), que desafía las narrativas contemporáneas sobre las instituciones y sus protagonistas, vistas siempre con sospecha como una 'house of cards'. En nuestro tiempo, los reyes son nuestros mayordomos aun vestidos de librea, que nos hacen saber con orgullo mudo que habitamos en un palacio encendido de historia y futuro, no en un albergue de agroturismo.
Frente a la concepción de la convivencia como un contrato de individuos consumidores y solipsistas, la Nación como una familia de familias, un abrazo entre personas que se quieren y se cuidan. Porque la monarquía que tenemos no es el régimen de uno solo, sino que es el gobierno de una familia. De ahí la importancia de definir los límites de la Casa Real, y la trascendencia de eventos que deben ser a la vez íntimos y públicos: el hogar, el cortejo, la maternidad, los funerales.
Frente a la vulgaridad de lo espontáneo y la inmediatez de lo mediático -que han corrompido nuestras instituciones sin resolver los problemas de la representación política-, la solemnidad y el rigor del rito. Y esto, a nuestra manera sobria -diríase republicana- no con la pompa sacramental de los ingleses.
Pero también aquí destaca, frente a la banalidad de lo irrelevante, la sacralidad del momento. No porque quede enmarcado en una liturgia de unción regia, sino porque sella el compromiso un juramento. Dios sigue siendo testigo. Porque ni el rey, ni el parlamento, ni la nación, ni la ideología de turno son divinos.
Esta superioridad moral se pone de manifiesto también en el ámbito más estrictamente político. La monarquía escenifica, frente a la mentalidad de partido, el sentido del bien común, el valor de las instituciones y su relativa neutralidad partidista. Frente al cortoplacismo de los ciclos informativos y electorales, el largo plazo de la dinastía. Que quien representa al Estado piense instintivamente en el largo plazo, por deber y por interés. Esto nos permite pensar colectivamente en el futuro, formar un nosotros no coyuntural. Aquí reside quizá también la utilidad de la que he dicho que no hablaría.
Pero hay dos puntos débiles de este argumento moral. El más evidente es la falibilidad humana. Sobre todo, en nuestro tiempo, tan neurótico y transparente, en que queremos hacer evaluaciones de usuario y control de calidad a cada paso. Sí, vivimos bajo la distorsión propia de la inmediatez de nuestras opciones de compra, de nuestros derechos como consumidores a la devolución de la mercancía defectuosa. Algo muy pernicioso para la cultura política, y difícil para la monarquía. De aquí la exigencia de ejemplaridad. Pero quien se muestre distante con el rubor y temblor de este momento, o se ensañe inquisitivamente en el futuro con una mujer que destaca, lo hará a su propio riesgo.
El punto en realidad más frágil es el menos intuitivo: la pesadez inhumana de semejante obligación, la seriedad excesiva de lo admirable pero no imitable. El argumento más fuerte contra la monarquía no está en la denuncia de sus privilegios y frivolidades -si los hubiera-, sino precisamente en el peso moral casi insoportable que pone sobre una chiquilla, aumentado si cabe por la exposición permanente al escrutinio en tiempos de redes sociales. Por eso, la ejemplaridad, plenamente asumida por Felipe VI y su familia, no debe ser traducida en puritanismo, ni tampoco en un distanciamiento infinito.
Y aquí resalta inesperada una nueva ventaja de nuestra monarquía: humanizando la disciplina marcial y el peso de la historia, se infiltran la complicidad de la mirada paterna y materna, la confianza de la mirada filial, la mano tendida de la hermana, el cariño del pueblo, el calor de la camaradería y -por qué no- las emociones del cortejo.
es profesor de Ética en el IESE (Universidad de Navarra)
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