tiempo recobrado
Hojas de otoño
Hoy su cuerpo es sólo un puñado de cenizas y ni siquiera tal vez eso. No sé por qué nacemos ni por qué morimos
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Iniciar sesiónNoviembre es mi mes favorito, pero también un mes que me trae malos recuerdos. Ayer hollaba las hojas caídas en los senderos de un parque cercano a mi casa, mientras caía la lluvia de un cielo plomizo. Era un día triste que invitaba a ... pasar la tarde leyendo a Hemingway.
Siempre que llega el otoño y se desnudan los árboles, recuerdo un episodio que me marcó hace 60 años. Era noviembre y también llovía y el suelo estaba cubierto de hojas. Yo estudiaba en una escuela parroquial de Miranda de Ebro. Tenía un compañero que acababa de cumplir ocho años. Era un niño cianótico con una grave enfermedad cardiaca. No podía correr ni hacer ningún esfuerzo. Su nombre era Carlitos. No recuerdo su apellido. Estaba muy apegado a mí y yo le protegía, tal vez porque intuía que su vida sería muy corta.
Un día de noviembre, al llegar a la escuela, el maestro me dijo que Carlitos había muerto durante la noche. Fui a su casa, a muy pocos metros de la parroquia de San Nicolás. Estaba en un ataúd blanco, vestido con el traje de primera comunión. Sus brazos estaban cruzados sobre el pecho y tenía un rosario en las manos. Parecía dormido.
Fue mi primera experiencia de la muerte. Lo que más me impresionó no fue su cadáver, que no me produjo apenas efecto, sino la idea de que yo había estado hablando con Carlitos durante el recreo del día anterior. Él no podía jugar al fútbol en el campo de carbonilla de la escuela.
El suceso me sigue pareciendo muy cercano, como si hubiera pasado ayer. Recuerdo el olor de la escalera, a su madre llorando junto al féretro, al maestro que me dijo que su funeral sería al día siguiente. No quise ser monaguillo en la ceremonia y me senté en un banco en la parte de atrás del templo. Llovía y hacía mucho frío.
Siempre evoco a mi amigo al llegar el otoño y siempre me pregunto como hubiera sido su vida. Hoy tendría 68 años y estaría casado y con varios hijos. Tal vez hubiera sido ingeniero porque se le daba bien la aritmética. Pero no tuvo ninguna oportunidad. Lo que yo no entendía es por qué Dios se lo había llevado y, sobre todo, por qué le había castigado con ese estigma que le hacía distinto.
Yo rezaba por él, pero Dios guardó silencio. Nunca escuche ni una sola palabra de consuelo desde lo más alto. Y la vida siguió su curso. Jugaba al fútbol, me bañaba en el Ebro y miraba a una chica, la hermana mayor de un compañero de clase, que me gustaba y a la que jamás dirigí ni una sola palabra. Ni siquiera recuerdo su nombre.
Han transcurrido muchos otoños, he pisado muchas hojas muertas y he paseado por muchos parques en tardes de lluvia, pero sigue viva la memoria de aquel niño que me invitó a su último cumpleaños, una semana antes de morir. Hoy su cuerpo es sólo un puñado de cenizas y ni siquiera tal vez eso. No sé por qué nacemos ni por qué morimos.
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