pincho de tortilla y caña
Héroes de segunda
Toda generación construye sus señas de identidad bajo el influjo de esa clase de dioses familiares que brillan como bengalas durante un ratito
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Iniciar sesiónEl otro día, al doblar la página de un periódico (o como se diga eso en el argot de los tabloides digitales), me encontré con uno de los héroes de mi infancia. Estuvo a punto de ganar el Giro de Italia en 1975 pero ... se lo arrebató un tal Bertoglio, un don nadie en el elenco de mi Olimpo particular, durante una encarnizada batalla de escaladores en las cuestas del Stelvio, que es un puerto de montaña con rampas del 8 por ciento y una calzada infame que asciende hasta casi los tres mil metros de altura.
Paco Galdós —Galdós a secas en el maillot casero de mis chapas— formaba parte de un equipo legendario, el KAS, cuajado de gladiadores: Lasa, Perurena, González Linares, López Carril, Oliva y, por supuesto, José Manuel Fuente. Había veces que dos o tres de ellos demarraban juntos y en un santiamén ponían las grandes carreras patas arriba. En los resúmenes que se emitían después del telediario nocturno se veían sus jerséis amarillos con mangas azules al frente de un grupo de escapados mientras el pelotón, bautizado por los comentaristas como la serpiente multicolor, trataba de darles caza con la lengua fuera. Eran escenas épicas, de una belleza casi sanguinaria, que me tenían pegado a la pantalla hasta la última pedalada.
Galdós no era el líder indiscutible de su equipo, como lo había sido Gabica antes que él o lo fue el Tarangu durante su etapa, pero era una apuesta segura. Galdós no tenía pájaras y siempre estaba al acecho de los favoritos. Nunca brilló a la altura de Merckx, Ocaña o Gimondi, los grandes ídolos de aquella época, pero a todos les hizo sudar la gota gorda y de no haber sido por él, y por algunos otros de su mismo fuste, ninguno de los tres hubiera alcanzado el lugar que les tenía reservada la leyenda. Galdós formaba parte de la constelación de estrellas que iluminaron el cielo de mi infancia. Toda generación construye sus señas de identidad bajo el influjo de esa clase de dioses familiares, de héroes de segunda clase, que no logran pasar el corte de la posteridad pero que brillan como bengalas durante el ratito que les concede la providencia.
Los más grandes, los colosos que resisten el paso del tiempo encaramados a la peana, son patrimonio intercambiable de todas las generaciones posteriores. Platón, pongo por caso, no es más propio de los griegos que vivieron antes de Cristo que de los australianos del siglo XXI. No pertenece a una época o a un enclave geográfico determinados. Como Alejandro, Jesús, Leonardo, Napoleón o tantos otros, su contribución a la idea de modernidad que impone cada era es siempre igual de decisiva. Su propia grandeza les arrebata ese carácter de influencia específica y fugaz que sí tienen los próceres perecederos. Nadie les recordará cuando abandonen la escena, pero mientras estén bajo la luz del cañón contribuirán a hacer del mundo un lugar distinto e irrepetible. Pincho de tortilla y caña a que, sin ellos, nuestro tiempo, el de cada uno de nosotros, hubiera sido bastante peor.
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