la tercera del director
España sometida a 26 escaños
Cuando una minoría política fuerza un régimen nuevo sin el respaldo de las urnas, fuera del Parlamento y fuera de la legalidad estamos ante un golpe, o un proceso revolucionario, y tanto da
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Iniciar sesiónFeijóo sabe que si se descuida, después de más de tres décadas de éxito en el servicio público y cuatro mayorías absolutas en Galicia, si se descuida le cortarán un traje para que cuando en el futuro entre en cualquier restaurante de Madrid le toque ... escuchar: «Mira, ese es Feijóo, el que casi echó a Sánchez en 2023». Como lo sabe, procura evitarlo, y se ha pasado agosto surfeando contra un discurso falso y aplastante que pretende retratarlo como el perdedor del 23J. Sánchez hizo el triple salto mortal cuando ya ni los suyos creían en él, en un acto de fortaleza que le ha permitido militarizar todas las extensiones socialistas y los medios gubernamentales. La izquierda socialdemócrata ya es lo que diga Sánchez, no hace falta más, con esas resonancias que recuerdan un viejo movimiento dominicano, 'Lo que diga Balaguer', el caudillo heredero de la dictadura que dominó el país durante décadas. De repente, la ley de amnistía es algo que merece ponerse sobre la mesa, como el uso de las lenguas regionales en el Congreso y hasta se puede calificar de legítimo (Bolaños) el caballo de Troya que el PNV quiere introducir en la Constitución para ahorrar a los secesionistas catalanes la necesidad de un referéndum de autodeterminación. El cosmos del PSOE está preparado para digerir todo lo que su líder termine considerando. No hay más límite ni credo que lo que diga Balaguer.
El pinchazo del 23J deja un escenario complicado para la derecha. Su electorado se ha llevado una enorme decepción. Vox atraviesa una potente crisis interna, está mutando pero conserva sus fieles, mientras que el PP mantiene alineado al partido en todos los territorios gracias al aumento del poder local, pero corre el desánimo entre los votantes. Feijóo necesita acudir a la investidura aunque no le salgan los números (por los pelos), por eso va en precario y mediante considerables esfuerzos de resultado infeliz; sea la pelea por la Mesa del Congreso, la incomprensible llamada a Puigdemont o el tosco ninguneo del PNV. Pero Feijóo, incluso sin cartas, ha de cumplir con el mandato del Rey porque la investidura supone su reválida como líder del centroderecha. El lugar y el momento para volver a presentarse ante los españoles, sembrar confianza y entusiasmo, defender una alternativa cívica y democrática y advertir del riesgo extremo al que nos enfrentamos como nación y como ciudadanos. Ha de dejar claro que ahí está él por si las cosas se tuercen más.
Algo grave se nos aproxima cuando por un lado el presidente del PP lucha por conseguir una casi imposible jefatura del Gobierno, conforme a la sucesión lógica de las mayorías parlamentarias, mientras que en la otra orilla los socios de Pedro Sánchez apilan hormigón para cimentar un cambio de régimen: abandonando sin consentimiento la Constitución democrática y plural de 1978 para arribar a un nuevo y perturbador ecosistema legal. Todo esto no iría a ninguna parte con un Partido Socialista que estuviera en su sitio, representando los intereses nacionales, pero la experiencia del último lustro invita al pesimismo. «Desengáñate, el PSOE ya no tiene salvación», asegura uno de sus dirigentes históricos. El destino de España está en manos de 26 escaños de cinco partidos nacionalistas dispuestos a prorrogar la estancia de Sánchez en el poder a cambio de su demanda de máximos; apenas 26 escaños se están imponiendo en un hemiciclo de 350 diputados, con plena aceptación de los 7,7 millones de votantes socialistas.
El PNV, que no se ha ahorrado humillaciones a Feijóo, se coloca a la rueda de Puigdemont. El jefe de Junts quiere una ley de amnistía que no cabe en la Constitución (porque prohíbe el indulto general, resulta una injerencia en el poder judicial y rompe la igualdad entre españoles). Y el lendakari mientras interlocutaba con el líder popular ultimaba una propuesta que acaba con el Estado de las autonomías para concurrir en una asociación de supuestas micronaciones, liquidando la igualdad entre españoles y privilegiando ciertos territorios, lo que de inmediato provoca su réplica, bien para imitar a los insurgentes (Ximo Puig) o para advertir de que no serán menos que los demás (Juanma Moreno). El asunto es que desde las Cortes de Cádiz no ha habido más nación que la española, en toda nuestra historia constitucional, y la Constitución del 78, homologable con las mejores del mundo, proclama con claridad que «la soberanía nacional reside en el pueblo del que emanan los poderes del Estado», nada habla de territorios; «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución», también el lendakari o el presidente de la Generalitat; «el Estado se organiza territorialmente en municipios, provincias y en comunidades autónomas», en ninguna otra fórmula que inventen los secesionistas; por eso, «en ningún caso se admitirá la federación de comunidades autónomas»; «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones», pero se fundamenta en «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible».
Ante esto, los nacionalistas reaccionan como un aforismo de Wagensberg: «Para que una piedra tenga un derecho basta con otorgárselo». Urkullu es consciente, igual que Junqueras o Puigdemont, de que la Constitución aunque rígida, es reformable, en todo, cuenta con sus mecanismos de evolución, siempre que tenga suficiente respaldo parlamentario y ciudadano. Sus candados sirven tanto para frenar el 'procés' como para impedir que un gobierno central por su cuenta pudiera eliminar las comunidades autónomas. Sirve como garantía ante los extremos. Pero como las exigencias independentistas resultan minoritarias, sin mayoría democrática para variar la carta magna, el PNV acaba de inventarse un mecanismo fraudulento, la Convención Constitucional, como alternativa a la propia Constitución; un caballo de Troya no contemplado en el ordenamiento, un fraude en toda regla y una violación del orden legal para sustituir la soberanía del pueblo. Una vía para implantar un régimen nuevo, alternativo al actual, volviendo al vicio decimonónico de poner y quitar constituciones según los vaivenes políticos, lo que llevó a media docena de estatutos en poco más de treinta años. Justo lo que se buscó evitar en la Transición. Ya conviene ir llamando a las cosas por su nombre; cuando una minoría política fuerza un régimen nuevo sin el respaldo de las urnas, fuera del Parlamento y fuera de la legalidad estamos ante un golpe, o un proceso revolucionario, y tanto da.
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