EN OBSERVACIÓN
La separación de los cuatro poderes
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Iniciar sesiónA la espera de que, ahora a cuenta de los recursos presentados por dos significados activistas de la izquierda y el separatismo, El Rastas y El Gordo, respectivamente, el Tribunal Constitucional vuelva a hacer alarde de su independencia –frente al Supremo, nunca ante el Ejecutivo ... –, el debate sobre la separación de poderes y los contrapesos que equilibran la balanza de un sistema aparentemente democrático pasa por un cuarto poder cuyos hilvanes han sido expuestos sin pudor alguno a cuenta del fallecimiento de Miguel Barroso. Cualquiera de los obituarios dedicados a la figura de quien fue secretario de Estado de Comunicación de José Luis Rodríguez Zapatero se explaya en los logros mediáticos de un profesional que desde los más diversos frentes dedicó sus esfuerzos a la popularización y la aceptación social de los cambios de opinión de los sucesivos líderes socialistas, hasta blanquear la dentadura postiza de un partido sin otra ideología ya que la sonrisa de su secretario general, tensa como una mueca.
Que un presidente del Gobierno cambie de opinión, como hace Pedro Sánchez de manera recurrente, es tan legítimo como el inmovilismo que lleva a otros dirigentes a encastillarse en unos principios que corren el riesgo de caducar en función de una coyuntura cada vez más dinámica. En cambio, que buena parte de la profesión periodística cambie de opinión de manera simultánea y concertada a la del presidente del Gobierno es un alarmante síntoma de descomposición social. Los elogios dirigidos a los juegos públicos y privados que se trajo entre manos el malogrado «brujo visitador de La Moncloa», tal y como lo bautizó Juan Luis Cebrián en 2007, revelan hasta qué punto se ha normalizado en España lo que debiera constituir una anomalía en un sistema definido por la separación de poderes, empezando por el cuarto. Ensalzar las maquinaciones y las conquistas de Barroso para dotar a Rodríguez Zapatero, luego a Sánchez, de los aparatos de comunicación, de nuevo públicos o privados, tanto monta, necesarios para moldear la opinión pública española y amansarla ante cualquier deriva autoritaria o abuso de poder representa un canto general, aquí en forma de elegía, a la confusión entre la necesidad y la virtud. Visto lo visto, y tras alcanzar semejante grado de desinhibición para convertir la treta en gesta, España parece ya preparada para reconocer los méritos de Cándido Conde-Pumpido y del exministro Campo como garantes de la constitucionalidad del sanchismo.
Todo se reduce, en suma, a la legitimación del cambio de opinión, ya sea por lo jurídico o lo informativo. En un régimen político en el que los poderes van unidos como cuatrillizas monovolumen, nos rasgamos las vestiduras por la más que aparente dependencia orgánica del Tribunal Constitucional mientras nos distraemos en el parque de atracciones mediáticas que profesionales de la política como el malogrado Barroso, de la segunda generación de brujos visitadores, sustituyendo a la de Cebrián, contribuyeron a construir para que la necesidad personal de uno fuera la virtud de todos. Y haciendo palmas.
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