el contrapunto

La pitada

Sánchez escarnece a España y algunos ciudadanos le silban. No parece en absoluto desproporcionado

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Hay quien se rasga las vestiduras porque una parte del público abuchee al presidente en funciones durante el desfile del 12 de octubre. A mí me parece estupendo. Lógico, comprensible, plenamente justificado e impecablemente democrático. Cosa distinta sería si esas manifestaciones de repulsa fueran violentas, ... lo que no son, o si se produjeran frente al domicilio de Pedro Sánchez, como cuando sus compañeros de Podemos acosaban a la vicepresidenta del Gobierno del PP, Soraya Sáenz de Santamaría, o a la presidenta autonómica madrileña Cristina Cifuentes, calificando esos escraches de «jarabe democrático». Eso sí atentaba frontalmente contra las normas de convivencia cívica. Esto otro se produce en un contexto público; uno de los poquísimos a los que acude Pedro Sánchez sin que sus peones hayan preparado previamente el terreno desalojando a la gente normal y colocando a figurantes incondicionales del PSOE. Por mucho que le moleste al narcisista de La Moncloa, por más que agreda su vanidad, la pitada convertida en clásico del Día de la Hispanidad no responde a ninguna trama orquestada por los partidos de la oposición, sino que constituye una expresión espontánea de la indignación que embarga a un porcentaje creciente de los españoles ante las afrentas que el abucheado inflige a nuestra nación.

Sánchez escarnece a España, la humilla con sus mentiras, su falta de palabra, sus cesiones a los independentistas (el 18 por ciento de la población) o sus asaltos a la Constitución, y algunos ciudadanos exteriorizan su monumental enfado silbándole. No parece en absoluto una reacción desproporcionada. Sánchez ultraja a las víctimas del terrorismo y a todos los que creemos en la dignidad y la justicia reuniéndose con una individua condenada por enaltecer a ETA, que jamás ha repudiado sus crímenes, y la gente expresa su irritación en la calle. No parece en absoluto una reacción desproporcionada. Sánchez llama desde su teléfono oficial a un delincuente como Junqueras, inhabilitado por sentencia firme hasta 2031, para negociar con él su investidura, y hay quien no contiene las ganas de gritarle a la cara lo que piensa. No parece en absoluto una reacción desproporcionada. Sánchez se come sus promesas, sus proclamas y su propio programa electoral, anunciando una ley de amnistía que negaba vehementemente hasta la apertura de las urnas, y no faltan voces airadas que exigen «Puigdemont a prisión». No parece en absoluto una reacción desproporcionada. Sánchez entrega a Bildu los ayuntamientos navarros como paso previo a servirle en bandeja la comunidad foral, y muchas personas de bien aprovechan una oportunidad única para desahogar su impotencia, su frustración y su rabia del único modo en que puede hacerlo quien no dispone de una tribuna mediática. La reacción no solo es extremadamente moderada en relación a la acumulación de agravios, sino que refleja las profundas convicciones democráticas que habitan en los agraviados. Si no fuera así, si actuáramos como sus socios, habríamos pasado de la protesta a palabras mayores.

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