La Tercera
Memoria de Isabel II
«La muerte de la Reina ha coincidido con el momento de su máxima popularidad. Compararla con los líderes políticos es obligatorio. Cuando vino a reinar, la joven Isabel se hallaba rodeada de grandes personajes, de una categoría que ya parece inalcanzable»
felipe Fernandez-Armesto
La Monarquía se está poniendo de moda, gracias, más que nada, y por lo visto, a una persona única. Una encuesta reciente del 'U. S. News and World Report', llevada a cabo en 79 naciones, intentó identificar los países del mundo donde la gente quisiera ... vivir. De los diez destinos más buscados, ocho eran monarquías, presididas por casi todos los monarcas constitucionales del mundo. Entre ellos venían España, los países escandinavos y Holanda. Las únicas repúblicas añoradas por el público internacional eran Suiza e Italia. Pero tal vez lo que más llamó la atención fue que tres de los países más estimados compartían un solo jefe de Estado: la Reina Isabel II, del Reino Unido, Canadá y Nueva Zelanda, sin contar los que su título oficial llama «sus demás reinos y territorios». Ya que la vida de ese gran personaje ha tocado a su fin, cabe preguntar por qué y cómo pudo lograr ese nivel de éxito, de popularidad y hasta de amor. ¿Qué tenía de especial esa anciana y venerable mujer?, ¿se trata de un mito nostálgico, de una fórmula política o de un fenómeno racionalmente inexplicable del capricho humano?, ¿o es que el carácter de la Reina llevaba el secreto de la admiración extendida en gran parte del mundo?
En el Reino Unido lo más curioso es que la muerte de la Reina coincide con el momento de su máxima popularidad. Compararla con los líderes políticos es obligatorio. Cuando vino a reinar, la joven Isabel se hallaba rodeada de grandes personajes, de una categoría que ya parece inalcanzable, tales como Winston Churchill en Inglaterra, Pandit Nehru en el mayor país de la Commonwealth británica y Robert Menzies en su lejano reino de Australia; luego vinieron un Harold MacMillan en Gran Bretaña, o un John Diefenbaker en Canadá, hombres de Estado dignos del respeto, por no decir la pasión, de los votantes. Hasta en la década de los ochenta, Margaret Thatcher y Nelson Mandela mostraban la categoría de la vida política en el marco del antiguo imperio. Desde entonces, el declive de la calidad de la clase dirigente es palpable, hasta llegar a un momento de desesperación, cuando el Reino Unido no pudo hallar a nadie mejor que Liz Truss y Rishi Sunak –tipos desdeñables– como candidatos a primer ministro. Mientras bajaba la popularidad de los políticos, la de la Reina subía, por su larga experiencia, su comportamiento constitucional impecable y la simpatía que se debe a una persona mayor, madre de hijos desengañadores.
Y es allí, en su papel de madre de familia, donde se puede decir que el rol de la Reina fue una desilusión. Por su propia voluntad, unida a los consejos de la gente de su Casa y de la élite política de aquel entonces, Isabel, de recién casada, decidió presentarse a sus súbditos como el modelo de la ama de una familia típica, con sus hijos y sus perros, sus películas de vacaciones en la playa, sus meriendas en el campo, sus jardines ingleses bien cuidaditos, con un fondo de campiña modestamente ondulante, al ritmo uniforme de la historia inglesa. Se opuso terminantemente a la propuesta de su hermana, la Princesa Margarita, de casarse con un divorciado. Todo el mundo sabe lo que pasó luego. La hermana misma terminó divorciándose, así como tres de los cuatro hijos de la Reina. El marido de Isabel II se entregó a aventuras extramatrimoniales. El heredero, el Príncipe Carlos, se casó con un desastre de mujer que se dedicó a derribar la Monarquía, quizá por vengarse de su pareja infiel. El hijo supuestamente preferido de la Reina, el Príncipe Andrés, terminó como uno de los protagonistas del escándalo moralmente intragable de la vida sexual del millonario Jeffrey Epstein. En la siguiente generación, el nieto de Isabel, el Príncipe Harry, contrajo otro matrimonio desastroso con la actriz norteamericana Meghan Markle, mujer aparentemente inestable, víctima de su orgullo, apabullante, que rompió con la Familia Real y convirtió su vida en una aproximación a un guion de telenovela. La imagen de una familia modélica, por la cual la Reina había apostado, se hizo pedazos.
Isabel II presidió no sólo la ruina de su familia, sino también la de su imperio y la decadencia de su país. En cierto sentido, el desastre era personal, ya que la Reina, a pesar de alejarse correctamente de la política, se identificó con el Imperio e invirtió emoción profunda en la esperanza de que los británicos mantuviesen su lugar histórico entre los grandes pueblos de la Tierra. Pero el Imperio se disolvió entre lágrimas y crueldades, con guerras sangrientas en Kenia, Malasia y Aden, una debacle histórica en Suez en 1956, tragedias raciales en Sudáfrica y Rodesia, instancias horripilantes de la tradicional 'perfidia de Albión' en Diego García –la isla del océano Índico donde los británicos expulsaron a su población entera– y Hadramaut, donde se sacrificó a rebeldes marxistas en 1967 sin respetar los tratados internacionales. En Irlanda, la violencia volvió a estallar. En gran parte del Imperio, los sucesores de los imperialistas eran dictadores. El único éxito imperial –la reconquista de las Malvinas por el valor temerario de la señora Thatcher– pareció poco más que una farsa al lado de tantos fracasos.
A pesar de la encuestas del 'U. S. News and World Report' y otros parecidos, varios de los pocos países del antiguo Imperio británico que mantienen su relación histórica con la Corona inglesa han propuesto convertirse en repúblicas, en parte por el asco provocado por los escándalos de la Familia Real y en parte por la manía de renunciar a su pasado colonial. El imperio se convirtió en la British Commonwealth, que ya ni es ni británica –ya que países como Ruanda y Mozambique, que no tienen nada que ver con la tradición británica, la integran– ni comunidad, ni nada digno de ser tomado en serio. Algo parecido ha sucedido con la otra gran institución con la cual la Reina se identificaba, la Iglesia anglicana, de la cual era titularmente la 'Gobernadora Suprema'. Por la mala gestión de sucesivos arzobispos, esa secta queda económicamente empobrecida, con pocos creyentes y menos prestigio. De la nación británica –entre el secesionismo en Irlanda del Norte, Escocia y Gales, el malestar económico, la tragedia del Brexit, y el caos social– ni hablar. Cuando murió la Princesa Diana, la Reina dejó de reconocer en sus súbitos el espíritu que ella misma –hija de una guerra mundial, de la retórica churchilliana, de la resistencia heroica frente a Hitler– pensó como entrañablemente inglés. Los ingleses, en lugar de ser un pueblo de ese 'sang-froid épatant' histórico, vinieron a ser como todos los demás, empalagosos, excitables, exagerados y poco fiables.
Es difícil resistir la conclusión de que la vida real de Isabel II ha sido un fracaso. Pero a pesar de todos los hechos negativos –que por supuesto ya quedarán suprimidos, por respeto a su memoria y por mantener la regla 'de mortuis nil nisi bonum'– esta vida ha terminado con un sentido de triunfo. Por haber sobrevivido a tantos desastres, y por haber superado a los políticos que fueron sus ministros, la Reina queda como símbolo de un pasado añorado, una muestra de las continuidades inexpugnables de la historia. Ha muerto la última de los altos cragos británicos digna de la reverencia de sus connacionales, y de un mundo entristecido por la actualidad y temeroso ante el futuro.
es historiador
Felipe Fernandez-Armesto
es historiad
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