Editorial

Hechos y no especulaciones

El informe del Defensor del Pueblo sobre agresiones sexuales a menores en la Iglesia mezcla casos probados con encuestas y estimaciones que lastran su veracidad y utilidad

Cualquier abuso sexual, especialmente si tiene a un menor como víctima, debe perseguirse, juzgarse, castigarse e intentar repararse con todos los recursos de los que dispone el Estado de derecho, independientemente de cuál sea el contexto en el que se perpetre el delito. La Iglesia ... católica no es una excepción y los altos estándares morales que se le presuponen a esta institución, y sobre los que descansa la confianza social de la que goza, refuerzan esa exigencia. La transversalidad de este tipo de crímenes, especialmente deleznables y que se hacen frecuentes incluso en espacios familiares o escolares, nos obliga a afrontar esta realidad de forma global, atendiendo a todas las víctimas sin excepción. Por este motivo, nos corresponde a los medios de comunicación obrar con un especial rigor a la hora de informar sobre estos hechos. Esa misma exigencia debería hacerse extensiva a los tres poderes del Estado con vistas a restituir el daño causado y a prevenir cualquier agresión futura.

El Defensor del Pueblo presentó ayer un informe sobre los abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica. Que ante una lacra social como el abuso sexual infantil se priorice exclusivamente el examen de los entornos eclesiásticos da lugar a una duda razonable sobre las motivaciones que pueden inspirar dicha iniciativa. Recordemos que el Defensor del Pueblo es una institución que tiene como misión defender los derechos fundamentales y las libertades de los ciudadanos mediante la supervisión de la actividad de las administraciones públicas, algo que no es la Iglesia católica. A pesar de ello, y aun cuando en un Estado aconfesional nunca debiera confundirse el orden civil con el religioso, en el caso de que el informe hubiera podido generar alguna utilidad en la persecución o reparación de delitos sexuales bien podría saludarse su publicación. Sin embargo, la fragilidad metodológica que exhibe el documento y el amarillismo político y mediático que lo ha auspiciado, con una sonriente presidenta del Congreso posando con el texto, arruinan el legítimo y urgente propósito de combatir una realidad tan trágica.

La Iglesia reportó al alto comisionado 1.430 casos de abusos. Sin embargo, el informe presentado ayer por Ángel Gabilondo recoge 487. A partir de ahí, la auditoría se completa de forma injustificadamente aventurada con una encuesta que invita a realizar extrapolaciones incompatibles con las garantías jurídicas debidas. Mezclar el derecho penal con estimaciones estadísticas es una temeridad para una institución como el Defensor del Pueblo y el abuso infantil es una realidad lo suficientemente dolorosa como para que los hechos probados, y sólo los hechos probados, hablen por sí mismos. Se cuenten por miles o por cientos, que existan víctimas de agresiones sexuales en el seno de la Iglesia es una vergüenza injustificable. Por este motivo, trazar proyecciones y extraer conclusiones de forma imprudente ofende a la dignidad de cualquier víctima real con rostro y desacredita a quienes realizan tales estimaciones. Ningún abuso sexual debe quedar ni penal ni eclesiásticamente impune y todos los recursos que se destinen a esclarecer hechos tan traumáticos, tanto en la Iglesia como fuera de ella, estarán bien invertidos. Sin embargo, crear atajos mediáticos o servirse de especulaciones para hacer más visible un problema social constituye una verdadera imprudencia. España en su conjunto, y no sólo la Iglesia, debe hacer frente al abuso infantil. Desafortunadamente, las tentaciones partidistas y los sesgos cargados de prejuicios han convertido este informe en una oportunidad perdida.

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