La UE, entre lo inevitable y lo imposible

La UE, como objeto político no identificado, como le gustaba decir a Jacques Delors, es el único proyecto supranacional que aúna desarrollo económico, solidaridad y democracia. Sin democracia seríamos como China y sin solidaridad seríamos como Estados Unidos. Por eso somos una especie única en el mundo. Nacemos para gestionar interdependencias económicas y evolucionamos como proyecto político y social. Hemos pasado de la cooperación a la integración y de la cohesión a la convergencia a través de realizaciones concretas que han ido creando una solidaridad de facto, como ya predijera Schuman.

La creación del mercado único a través del Tratado de Maastricht, hace ya 30 años, supuso uno de los grandes logros de la historia de la UE. Nos dotó de una economía competitiva a nivel mundial, que a través de la aplicación inteligente del derecho de la competencia ha garantizado beneficios tangibles a los consumidores. Hoy, es un mercado de 450 millones de personas –el 6% de la población mundial– pero representa el 18% del PIB y un tercio del comercio mundial. Para su consecución se avanzó en un contexto similar al actual, en un momento de máxima agitación geopolítica ocasionada por la caída del muro de Berlín y el realineamiento de las grandes potencias tras la guerra fría, la UE necesitaba encontrar su lugar en el mundo. Y vaya si lo encontró. Aquella etapa culminó con la reunificación alemana, la creación del euro y la entrada de los países del Este de la que se cumplen 20 años el próximo 1 de mayo. A mayor integración europea, mejora de la vida de los europeos.

En aquel momento también parecía imposible.

Hoy, la UE se enfrenta a un nuevo momento existencial. 2024 será un año decisivo. Si no avanza, la Unión Europea quedará relegada, esta vez de forma casi definitiva, y perderá su influencia global, ya maltrecha debido al repliegue de la globalización y a los nuevos equilibrios globales tras la guerra de Ucrania. Sin mayores dosis de integración no habrá autonomía estratégica europea. Será inevitable que la UE pierda la capacidad para mantener sus niveles de bienestar social. Incluso de sus propias democracias. Tanto si gana Trump como si no. Pero avanzar no será fácil. Volverá el síndrome de Casandra. Porque el futuro de la Unión Europea se juega en las cuatro cuestiones en las que la integración europea es imperfecta o incompleta. Somos vulnerables allí donde hasta ahora no hemos podido construir un mercado único. La competitividad europea requiere fijar un rumbo decidido en estas áreas que son el talón de Aquiles de Europa. Por donde se escapa la fuerza económica de la UE y, por tanto, por donde se debilita su capacidad para proteger al ciudadano europeo. Son las áreas que antes conformaban el 'cuore' estratégico de la soberanía nacional, que los Estados miembros han guardado para sí con mucha celosía y que ahora conforman la dimensión geopolítica del mercado único y, por lo tanto, el núcleo de la autonomía estratégica europea: las telecomunicaciones, la energía, el mercado europeo de capitales y la defensa.

Una de las grandes debilidades del mercado de las telecomunicaciones en la UE es su fragmentación nacional. Un mercado dividido en mercados nacionales de 5 o 10 millones de clientes por operador no puede hacer frente a mercados conformados por más de 400 millones en China o 100 millones en Estados Unidos. Las telecomunicaciones de ayer son la tecnología digital de hoy. La Unión Europea pierde pie. Y no porque no dispone de talento y de capacidad de innovación, que la tiene – con el 6% de población produce alrededor del 30% de la innovación en el mundo. La innovación se genera en Málaga, pero se desplegará en California. El valor añadido se irá a Estados Unidos porque en el mercado europeo abundan barreras nacionales que limitan las economías de escala, por costes regulatorios excesivos y por desequilibrios entre operadores tradicionales y las llamadas 'big tech'. Una apuesta ambiciosa por la I+D+i será también clave de futuro del mercado digital en la UE.

Desde la escalada de la invasión de Rusia a Ucrania en 2022, la energía se ha convertido en una cuestión de seguridad con mayúsculas. La crisis provocada por la necesidad de desacoplarse de Rusia ha obligado a los Estados miembros a acelerar el paso en la integración de sus mercados energéticos para asegurar precios estables y asequibles para consumidores e industria. Se ha avanzado conjuntamente en eficiencia energética, reformando el mercado eléctrico para impulsar el despliegue de energías renovables y aumentando la inversión en I+D+I en sectores como hidrogeno verde, en captura y almacenamiento de carbono o en baterías. La compra de gas conjunto ha mostrado los beneficios que se puedan obtener con una mayor integración. Pero aún queda mucho por hacer. Se necesita voluntad política para avanzar en interconexiones y también para adoptar reglas comunes que garanticen un mejor funcionamiento del mercado energético.

La falta de integración de los mercados de capitales europeos lastra la competitividad europea. Los costes de financiación de las empresas dependen del país donde están constituidas, con enormes variaciones que afectan de manera particular a las pymes. Y las empresas emergentes tienen grandes dificultades para acceder a la financiación por falta de garantías. En la UE sobra capital, pero falta escala. Y sin escala no podemos aspirar a competir con Estados Unidos sobre todo en sectores estratégicos para el futuro como la inteligencia artificial o las tecnologías verdes. Hay dos vías sobre la mesa para avanzar: pequeños pasos adelante por los 27 Estados miembros o más ambición, pero a geometría variable. La única opción a desechar es la del statu quo.

La guerra ha vuelto a suelo europeo, y, con ella, la necesidad de volver a hablar de una política de seguridad y defensa común. Hasta ahora parecía un tema tabú, incluso para su propia financiación conjunta. Pero la opinión pública europea sí ha entendido que hoy necesitamos estar preparados para defender el proyecto de paz europeo frente a agresiones militares cada vez menos inimaginables. En el Eurobarómetro del pasado diciembre el 80% de los europeos creen que es más necesaria la cooperación en defensa y casi el 70% está a favor de aumentar las capacidades militares de la UE. La recién publicada estrategia de la industria de la defensa es una señal importante, especialmente en el contexto de la posible vuelta de Trump. Pero falta sentido de la urgencia, claridad en las fuentes de financiación y un plan detallado sobre como integrar la industria europea de defensa. Los conflictos bélicos alrededor de la UE se multiplican. La seguridad de los europeos no puede esperar.

Cuando cayó el muro en 1989 también parecía imposible. Al igual que en los 90, esta nueva integración inevitable se produce en plena turbulencia geopolítica y en un proceso de ampliación –hacia los Balcanes y la propia Ucrania– que pondrá a prueba nuestras capacidades y será, sin duda, uno de los grandes retos de la UE en la próxima década. Si la actual Comisión Europa ha sido la de las crisis, la que salga de las elecciones de junio, será la de la UE del futuro, una Europa más integrada capaz de ofrecer a sus ciudadanos prosperidad y seguridad. Alcanzar lo imposible o prepararnos para el declive inevitable.