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Todos impostores

Produce, en verdad, repeluzno pensar en la deshonestidad del autor del bodrio

NIETO
Juan Manuel de Prada

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Quienes se hayan tomado la molestia de leer (o siquiera echar un vistazo, pues la lectura concienzuda de tamaño bodrio provoca mareos) la famosa tesis del doctor Sánchez ya habrán podido comprobar que no se trata tan sólo de una hilarante ensalada de plagios. También se trata de una verbena de inanidades sonrojantes, con su guarnición de citas perogrullescas o directamente apócrifas de libros y revistas que el doctor Sánchez no ha leído ni por el forro (y que, además, siempre cita de forma chapucera, trabucando los nombres de los autores de las formas más rocambolescas). En este pavoroso engendro es posible también encontrar pasajes repetidos hasta tres o cuatro veces (como si quien los escribió padeciese amnesia), repartidos entre el centón de refritos hediondos, obviedades de recuelo y pensamientos dignos de cualquier paramecio o ameba. No se expone ni defiende ninguna tesis; ni siquiera se hilvana una pálida argumentación; por momentos, el texto -de tono entre publicitario y didáctico, como un power point para lerdos- parece salido de un caletre espongiforme, que no hace sino ensartar charlatanescamente ridiculeces y vacuidades. No hace falta añadir que todo el texto es una orgía del anacoluto, una verbena de la inconsecuencia lógica, un festival de la sintaxis y la ortografía descuajeringadas. Dicen que lo ha escrito un negro; pero sin duda debía tratarse de un negro jaranero o cantamañanas.

La tesis del doctor Sánchez es, en fin, una ignominia que no sólo pone a prueba los programas de detección de plagio, sino también los programas de detección de vida inteligente. Si no conociéramos la trastienda del bodrio, pensaríamos que la persona que lo ha escrito ha sido previamente lobotomizada, o que ha pretendido reverdecer los logros del dadaísmo. Pero tal bodriazo es el producto de la colusión entre las ínfulas de un ambiciosillo sin escrúpulos (y con muchas ansias de medro) y una universidad de chichinabo que reparte doctorados como se reparten condones en una fiesta rave. Y decimos colusión porque estos apaños se hacen en perjuicio de las universidades que todavía tratan de actuar con exigencia (hasta donde el inicuo Plan de Bolonia lo permite), en perjuicio de los profesores que se niegan a participar en contubernios, en perjuicio de los estudiantes que hincan los codos y se dejan las pestañas estudiando.

Produce, en verdad, repeluzno pensar en la deshonestidad del autor del bodrio, en la lenidad del director que amparó el desmán, en la desvergüenza de los miembros del tribunal que concedieron la máxima distinción a un engendro semejante. Produce desaliento, un desaliento gigantesco, vivir en una época en la que tales tropelías son encubiertas por una prensa lacaya. Produce lástima, infinita lástima, formar parte de una generación fanatizada por turbias ideologías, que calla o incluso aplaude la impostura porque el doctor Sánchez es «de los suyos». Produce tristeza que las autoridades académicas no intervengan, para descalificar el bodrio y declarar la nulidad del tribunal que lo juzgó. Produce asco que las facciones políticas que sostienen al impostor no abominen de él, para seguir ordeñándolo a su antojo, convertido ya en un pelele a su merced; y más asco todavía que las facciones políticas adversas callen melindrosas, por temer a que les saquen los colores, pues sus filas están infestadas de otros desaprensivos semejantes que han participado en parecidos chanchullos.

En su Epístola exhortatoria a las letras, Juan de Lucena nos enseñaba que los gobernantes siempre son ejemplo para el pueblo: «Jugaba el rey, éramos todos tahúres; estudia la reina, somos todos estudiantes». ¡Pobre España, en manos de un impostor!

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