La alberca
El ocaso de Lambert
No se puede buscar la muerte, es ella la que decide, no tú. Quien la concede es un cobarde soberbio
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Iniciar sesiónManuel Machado le escribió a su vecino Alejandro Sawa, el bohemio Max Estrella de Valle-Inclán, un epitafio que habría que bordar en las sábanas de la cama de Vincent Lambert: «Jamás ninguno ha caído, con facha de vencedor, tan deshecho». Ahora que ese lecho ... está sin revolver, con la almohada repuesta y el vacío yacente, lo más fácil es hacer tábula rasa, que es la especialidad de la muerte, y dejar pasar el tiempo con las propias reglas del tiempo: sin pringarse. No hay nada más cobarde que un reloj, que se limita a contar las horas sin intervenir en ellas. Ese rítmico tictac de la vida, tan sencillo en su péndulo -izquierda, derecha, izquierda...-, es una colosal complicación cuando se aproxima al pulso de la expiración. «¿Vuelve el polvo al polvo?», se preguntaba Bécquer. En las orillas del Aqueronte, el óbolo que paga nuestro viaje se llama dignidad. Porque morir es un acto de honradez, un acontecimiento estético, un retrato certero del alma de cada uno. Por eso la vida es un don con el que no se puede negociar. Porque es polvo que vuelve al polvo, ánima que vuela sin alas cuando el tiempo, que es simplemente una medida, se agota.
El ocaso de Lambert, como el de tantos sufridores que han optado por dejar de respirar adrede, es una derrota denigrante porque la eutanasia enerva la condición humana. Las personas que aspiran a decidirlo todo están atrapadas en un ego antinatural, sobredimensionado y grandilocuente que adopta formas inhumanas cuando esa capacidad de decisión se intenta aplicar al propio destino. Esa tentación es muy suculenta. Sentirte dueño de todo, incluso de lo que no depende de ti, es la gran quimera ontológica. Pero el verdadero poder humano no está en la capacidad de dominación, sino en la de aceptación. Y la muerte es superior en toda su inmanencia. Es ella la que te busca a ti, no tú a ella. Cualquier alteración de esa secuencia es una exhibición de pura debilidad. Manuel Machado lo definió con exactitud en otro de sus versos olvidados: «No habrás llegado hasta que todo lo hayas perdido». Lambert no ha llegado porque algunos de sus allegados se han obstinado en ganar donde él ya no podía decidir. No entenderán jamás la soleá de Manuel Alcántara: «Tengo bastantes motivos / para no querer morirme / y para no seguir vivo». Buscar la muerte es un fracaso. Y facilitarla es el summum del egoísmo. Yo. Yo. Yo. No es prestar auxilio. Es todo lo contrario: salir corriendo, acabar con el problema.
Este debate no es, como algunos quieren plantear, de tipo religioso. Es mucho más primario. Porque afecta a la médula del alma. Por eso para mí Lambert, junto con todos los que defienden la manipulación del sino, es una víctima del naufragio de nuestra especie. Entiendo el dolor de su mujer, su desesperación, sus dudas, su lamento de injusticia. ¿Quién no entiende eso? Esa fragilidad es legítima y hasta poderosa porque nos arrastra a todos a nuestros límites éticos. Pero perseguir la muerte es una inmodestia que atenta contra la propia dignidad. Y dosificarla, una traición. Tanto en quien la pide como en quien la otorga predomina la codicia, que es un defecto principal. El triunfo de quienes pedían el final de Lambert en contra de la lucha por la vida de sus padres, que son quienes de verdad han sufrido una agonía, se desenmascara en el epitafio de Sawa. Jamás ninguno ha caído, con facha de vencedor, tan deshecho. Lo dice una copla anónima que rescató el padre de Machado, Demófilo, del cobarde reloj impasible que queda amarrado en la muñeca de los cadáveres: «Fui piedra y perdí mi centro / y me arrojaron al mar / y al cabo de mucho tiempo / mi centro vine a encontrar». Aunque te arrojen al vacío, la muerte es el centro de la vida. En la muerte hay que encontrarse, no perderse.
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