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La alberca

El ocaso de Lambert

No se puede buscar la muerte, es ella la que decide, no tú. Quien la concede es un cobarde soberbio

Alberto García Reyes

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Manuel Machado le escribió a su vecino Alejandro Sawa, el bohemio Max Estrella de Valle-Inclán, un epitafio que habría que bordar en las sábanas de la cama de Vincent Lambert: «Jamás ninguno ha caído, con facha de vencedor, tan deshecho». Ahora que ese lecho ... está sin revolver, con la almohada repuesta y el vacío yacente, lo más fácil es hacer tábula rasa, que es la especialidad de la muerte, y dejar pasar el tiempo con las propias reglas del tiempo: sin pringarse. No hay nada más cobarde que un reloj, que se limita a contar las horas sin intervenir en ellas. Ese rítmico tictac de la vida, tan sencillo en su péndulo -izquierda, derecha, izquierda...-, es una colosal complicación cuando se aproxima al pulso de la expiración. «¿Vuelve el polvo al polvo?», se preguntaba Bécquer. En las orillas del Aqueronte, el óbolo que paga nuestro viaje se llama dignidad. Porque morir es un acto de honradez, un acontecimiento estético, un retrato certero del alma de cada uno. Por eso la vida es un don con el que no se puede negociar. Porque es polvo que vuelve al polvo, ánima que vuela sin alas cuando el tiempo, que es simplemente una medida, se agota.

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