Vidas ejemplares

Vox, nada nuevo

El malestar ante un mundo en cambio ha provocado un auge de partidos basados en la identidad

Este sábado se cumplirán treinta años de la caída del Muro de Berlín. Planeo festejarlo con un brindis con un buen riesling alemán, porque simbolizó el desmoronamiento del horroroso imperio comunista, que solo trajo deshumanización, economías torpes y represión (muchas veces criminal). La caída del ... Muro certificó el triunfo de la democracia liberal. Sin embargo ese modelo, que tanto progreso ha reportado, se encuentra hoy muy cuestionado. Lo notable es que su enemigo más eficaz e insidioso medra en su propio seno. Se trata de los partidos populistas, que sin llegar a proponer derribar la democracia liberal, sí la cuestionan.

La crisis que arrancó con la implosión de Lehman en 2008 dejó un enorme reguero de malestar. Además, esa desazón se ha visto cebada por la globalización, que provoca sensación de desarraigo y desconcierto, y por el hecho de que la trepidante economía digital está acelerando la desigualdad. Muchos padres occidentales temen que sus hijos pueden vivir peor que ellos, un horizonte descorazonador. Como ya sucedió tras el sofocón de 1929, un tsunami económico se traduce enseguida en la búsqueda de soluciones políticas drásticas, con ideologías extremistas y de culto al líder. Por entonces surgieron fascismo, comunismo y nazismo. Pero como la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, lo que ha brotado esta vez son partidos populistas que descartan la violencia y aceptan la democracia, aunque la despellejan y desprecian sus reglas.

El primer y más clamoroso éxito del fenómeno llegó en 2016, con el Brexit y la victoria de Trump. Ambos recogieron la queja de lo que los anglosajones llaman «left-behinders», aquellos que sienten que se han quedado atrás, que su «dignidad» no ha sido respetada. Populistas como Trump y Boris ofrecieron a esos votantes devolverles su identidad mediante una reivindicación nacionalista del terruño, un ancla patriótica de certidumbre para un público desconcertado. El populismo es también victimista. Siempre se culpa a un enemigo exterior -«la casta» en Podemos, el «establishment sabiondo» en los brexiterios, «Madrit»...- y a la inmigración, que a su juicio corrompe la identidad nacional. Se idealiza un tiempo pasado, un país idílico que nunca existió, y se propone recuperar el gran hogar común de la mano de un líder fuerte y expeditivo (Trump, Le Pen, Salvini, Orbán, Bolsonaro...), con ideas claras y soluciones drásticas y simples para problemas harto complejos. El individuo, portador de derechos en la democracia liberal, se diluye ahora en «la gente». La identidad nacional debe primar sobre el cosmopolitismo, en una revuelta heroica «contra los amos del universo» (que paradójicamente muchas veces encabeza uno de ellos, caso de Trump). La gente es pura. Es la élite la que es mala y la machaca.

Vox no es nada original, ni exclusivo de España. Sus soluciones sencillas -o simplistas- y su apelación nacionalista confortan a muchas personas legítimamente enfadadas. Y sumarán muchos votos de desahogo. Que en la práctica contribuirán a más Sánchez, al mermar la única alternativa realista.

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