Juegos de guerra
Es el inmemorial juego de la guerra. Al cual llamamos política. Pujol y Mas lo llevaron a su última frontera. Puigdemont la traspasó
Un millón trescientos noventa y dos mil trescientos euros pagó la Generalidad, a cambio de ser tratada como un territorio bajo amenaza de guerra. Leo esto en el ABC de ayer. No me escandaliza: a partir de cierta edad, escandalizarse es sólo exhibir ignorancia. Más ... bien, refuerza mi convicción de que, a lo largo de estos decenios suicidas, que se extienden desde el día mismo en que Jordi Pujol tomó el poder en Cataluña para alzar una fortaleza de corrupción impune, los independentistas han llevado siempre una iniciativa frente a la cual la tolerancia del Estado ha rayado en la humillación gustosa.
1.392.300 euros no es una cifra disparatada. Sobre todo, si la paga tu enemigo. Sobre todo, si a cambio de ella, se te dan garantías de hacerte aparecer, ante las más elevadas instancias de la opinión pública mundial, como un pueblo mártir. Como una pobre nación torturada y saqueada por el mismo imbécil al que le birlas el millón y casi medio que paga la escenografía de esas perversidades.
Lo importante no es siquiera la competencia o eficacia del lobby Independent Diplomat al cual se paga. Lo importante es la etiqueta bajo la cual la contratación se consuma: la de una entidad que dice ocuparse de sociedades amenazadas por la guerra. En rigor, no hace siquiera falta que el tal lobby mueva un dedo. Hace falta que cobre. Y que cobre por una función explícitamente proclamada: evitar que los genocidas españoles hagan una de sus tradicionales razias de exterminio contra la civilizada y pacífica ciudadanía de la Cataluña asediada.
La guerra no es sólo el avatar brutal del choque de las armas. La guerra es la mitología básica de una especie, la humana, que se sabe en inagotable conflicto y en permanente riesgo. De eso da cuenta el pensador que acuñó la palabra «filósofo», un griego efesio que, hace dos mil seiscientos años, anotaba serenamente -sin miedo y sin esperanza, diríamos nosotros- cómo «la guerra, de todo es padre, de todo es rey». Porque la guerra dice los mayores miedos. Y saber invocarla con astucia es ya un modo eficaz de inducir el terror que pueda -eso enseñaba el maestro Sun-Tzi- vencer sin necesidad de dar batalla.
Vencer sin dar batalla: la estrategia de Pujol, luego la de Mas, fue ésa: acumular la potencia necesaria para hacer temer un choque insurreccional. E imponer, desde ese miedo, la renuncia -y, al cabo, la rendición- de una España ya lo suficientemente sangrada para financiar el pequeño paraíso cataláunico. Esa estrategia exigía tres pies: a) privilegios económicos exorbitantes, sobre cuya base alzar la futura Hacienda catalana; b) una fuerza armada lo bastante operativa como para dar a entender que un choque con ella no saldrá gratis; c) un estado de ánimo internacional que vea con alarma máxima el riesgo de ese choque.
Es el inmemorial juego de la guerra. Al cual llamamos política. Pujol y Mas lo condujeron hasta su última frontera. Puigdemont la traspasó, luego tuvo miedo y salió huyendo. Como ha empezado a huir ahora aquel Trapero que estaba destinado a ser caudillo militar de la epopeya. Pero toda la maquinaria sigue en pie: el dinero robado por la Generalidad para financiar la independencia sigue ilocalizado, los «mozos» siguen ajenos a la autoridad española, la campaña de opinión pública internacional es más intensa que nunca.
Los gobiernos de Madrid actuaron tarde y blandamente. De lo que venga después de las próximas elecciones dependerá el desenlace. «La guerra», enseña Sun-Tzi, «es arte de simulacro».