LA TERCERA
Elegía en Saint-Denis
«¿Cómo es posible que la República francesa haya llegado a esta cesión de territorios que pone en manos de una arcaica teocracia a enteras periferias urbanas, en las cuales la policía no posee modo operativo de actuar frente a grupos armados que imponen allí su fe y su disciplina? Es amargo responder: 'por dejadez'. A lo largo de decenios, las autoridades políticas no quisieron saber lo que pasaba. Yihad y República son incompatibles»
Era 1984 y reinaba François Mitterrand: un presidente que había transitado desde la extrema derecha de sus años jóvenes a la socialdemocracia de su vejez; de los 'Croix-de-Feu' de 1933 a la jefatura de un Partido Socialista en alianza precaria con el último ... partido comunistaprosoviético. Al final, lo suyo fue el mandamás autócrata de la V República. Porque para Mitterand nada ni nadie era comparable a Mitterrand. La República, tampoco.
Recuerdo aquel tercer otoño 'mitterrandiano', en el curso del cual acabó por consumarse la ruptura total de los musulmanes franceses con la laica República. Yo estaba allí cuando 'Convergence 84' vino a cerrar en París su segunda marcha nacional antirracista con un manifiesto de rechazo a la democracia europea, que reivindicaba el «retorno al islam de nuestros mayores» y que dejó estupefactos a los izquierdistas franceses que habían corrido con su logística. Fue una ruptura formal con la nación.
Han pasado, desde entonces, treinta años. Y las paradojas ese día abiertas se han ido acentuando; hasta llegar a estas legislativas, que, en las últimas semanas de campaña, avivaron el espejismo de una mayoría parlamentaria 'islamo-gauchiste', bajo la égida del más pintoresco de los políticos franceses: Mélenchon. No ha sucedido. Pero, en reacción pendular, la extrema derecha lepenista se fortalece. Y la V República entra en quiebra.
A este desenlace del domingo lo precedió una tempestad de síntomas. El más reciente de ellos escandalizó a toda Europa: los brutales asaltos en los alrededores del 'Stade de France'. Durante los cuales, Saint-Denis se exhibió ante las cámaras del mundo como lo que es hoy: un territorio exento a la legalidad republicana; un territorio que está en el corazón de Francia, sí, pero que no es francés más que nominalmente; una ciudad de casi doscientos mil habitantes, en la que no hay más ley que la 'sharía'; y en la que el no musulmán es visto como enemigo al que se está en derecho de infligir tanto daño cuanto el Corán aconseja sea aplicado a los infieles: contra sus bienes como contra sus personas.
Hace siete años, en el Saint-Denis de 2015 , hube de cobrar dura constancia de esa realidad hostil. Ya sabía que era así. Pero una cosa es saber algo y otra estrellarte contra sus astilladas aristas. La sala 'Bataclan' de París había sido atacada el 15 de noviembre: 137 jóvenes rockeros fueron asesinados por los devotos de una religión para la cual la música es expresión aberrante de los degenerados que se resisten a la verdadera fe. En la madrugada del día 18, la Gendarmería, con el apoyo logístico de los paracaidistas que rodeaban Saint-Denis, tomó al asalto el piso franco que, en el corazón de la ciudad, servía de refugio a los asesinos. Fue un combate empecinado: todos los yihadistas murieron.
Tres horas sólo más tarde, cuando la policía restableció la circulación del Metro y permitió el acceso a la zona, yo contemplaba el agujero negruzco que fue lo que quedó del refugio de la banda. Pero no era lo peor aquel rescoldo. El apartamento calcinado era sólo la constancia de que la misma Francia que había comenzado dos días antes a bombardear las campos de yihadistas franceses en Iraq entraba en guerra ahora contra los terroristas en su último refugio: las ciudades musulmanas de las periferias francesas. Saint-Denis es la más populosa de ellas. Y para el yihadismo, su territorio liberado.
Lo de verdad aterrador, aquel día, era seguir la mirada de los silenciosos hombres y mujeres –hombres, en mayoría aplastante– que merodeaban por las calles. La expresión de condolencia con la que se plantaban ante el cráter sacrificial, en tácito homenaje a sus mártires. El odio, que no se molestaban en disimular, hacia los hombres de uniforme que los abatieron, pero igual de intenso contra aquellos espectadores –periodistas extranjeros en su mayoría– que eran reconocibles por no exhibir los locales emblemas vestimentarios de su religión ni su actitud contrita.
Pocas veces –en la belga Moelenbeck viví, un año después, lo mismo– me he sentido objeto de un odio tan puro. Y en ninguna he tenido tan plena la certeza de que mi vida no valía nada, de que cualquiera de esos piadosos creyentes se hubiera llevado por delante al primer anónimo 'kafir' (cafre, pagano) que se le pusiera por delante en condiciones favorables. No éramos hombres, éramos las bestias que oponen resistencia al bondadoso Alá. Y el Corán no es nada equívoco al dictar lo que hay que hacer con tales fieras. Atracar a futboleros españoles e ingleses –más aún si se trataba de impúdicas mujeres– era lo mínimo que se podía esperar allí de un buen musulmán. Someter al incrédulo y hacerlo pagar por sus culpas es norma coránica. Aplicarla, se llama virtud.
Naturalmente, ese Saint-Denis se consolida ahora, tras las elecciones parlamentarias del domingo, como búnker electoral de Mélenchon. No parece necesario subrayar las consecuencias que para Francia –y, por tanto, para la UE– tendría que esa tendencia a amalgamar islamismo y populismo pudiera generalizarse.
¿Cómo es posible que la República francesa haya llegado a esta cesión de territorios que pone en manos de una arcaica teocracia a enteras periferias urbanas, en las cuales la policía no posee modo operativo de actuar frente a grupos armados que imponen allí su fe y su disciplina? Es amargo responder: «por dejadez». A lo largo de decenios, las autoridades políticas no quisieron saber lo que pasaba. Ni a derecha ni a izquierda se escuchó voz alguna que osara formular lo más básico: que Yihad y República son incompatibles. Se soñó –pasa así siempre– que cediendo territorio se evitaría que los islamistas matasen en Francia. Mataron cuando quisieron hacerlo. Y Saint-Denis, la bella basílica del siglo XIII que fue corazón de la Francia cristiana y necrópolis de sus reyes, es hoy residual reliquia devorada por una populosa ciudad norteafricana. Eso somos. Irá a peor, porque nada aprenderemos. Mientras tanto, Mélenchon está en puertas: la islamización con él. Y Le Pen es su sola beneficiaria.
(*) Gabriel Albiac es filósofo