En primera fila

Fracasos, por J. Torra

El presidente de la Generalitat pretendía echarle un pulso al Estado pero se lo planteó al propio independentismo

El viaje de Joaquim Torra va llegando a su fin. Pero no ha conseguido ni uno solo de los objetivos que tenía cuando se montó a lomos de la Generalitat. En unas pocas semanas el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña le inhabilitará, con toda ... probabilidad, por el juicio de los lazos amarillos y tendrá que dejar la presidencia autonómica catalana. Si su legado fuera un lienzo bien lo podríamos encontrar expuesto bajo el título «Fracasos», por J. Torra.

Cuando recibió la Generalitat de manos del fugado Carles Puigdemont, en mayo de 2018, su gran meta era avanzar hacia la independencia. Los catalanes partidarios de la secesión alcanzaban el 48 por ciento, según el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, y en el horizonte se vislumbrabra una sentencia condenatoria para los líderes del 1-O encarcelados, como oportunidad de oro para ampliar la base social partidaria de un Estado separado. Que la población independentista superara la barrera del 50 por ciento y la comunidad internacional atendiera su causa parecía un objetivo a tiro de piedra.

Pero la presidencia desatinada de Torra, afortunadamente, minó todo aquello. Hoy, el mismo CIS catalán afirma que solo un 41,9 por ciento de sus ciudadanos quieren romper con España frente al 48.8 por ciento que quiere seguir dentro de ella. La Generalitat no solo no ha avanzado un milímetro hacia la secesión sino que la vía unilateral ha quedado reducida a mera palabrería -el «lo volveremos a hacer» no pasa de desahogo- y Vox, una fuerza política recentralizadora, ha iniciado su implantación en Cataluña. Pero no crean que el balance del primer líder autonómico xenófobo queda ahí. Su última Diada apenas pudo mantener el calor corporal de un movimiento que empieza a dar señales de hipotermia, y el plan maestro de utilizar la sentencia del Tibunal Supremo para enardecer los ánimos del personal destrozó la imagen pacifista que el movimiento había logrado en el exterior. Ni movilizaciones masivas, cívicas y perennes, ni desobediencia generalizada contra el Estado. La fotografía que ha dado la vuelta al mundo es la de turbas de radicales quemando, destrozando, saqueando su propia ciudad y atacando a policías que se jugaban su propia integridad, a ratos desbordados por la violencia. Torra pretendía echarle un pulso al Estado, pero colocó el listón tan alto que terminó por planteárselo al propio independentismo.

Habría sido el momento de que el Gobierno desarrollara una estrategia para fomentar el constitucionalismo y sacar provecho de las horas bajas del rupturismo. Pero eso es mucho pedir a un Gobierno socialista que hace tres meses ni siquiera había cubierto la plantilla de España Global, la secretaría de Estado creada para combatir las mentiras y campañas del secesionismo. Tampoco el PSC ha dado para ello. Su estrategia ha pasado por coquetear con el indulto y el referéndum pactado esperando ganar las elecciones, para darse de bruces tanto en abril como en noviembre.

¿Qué legado deja Torra fuera del enfrentamiento léxico? Absolutamente ninguno. El Parlament no ha aprobado ni una sola ley digna de destacar y su gabinete ha vivido en una situación de bloqueo constante. ¿Podía esperarse algo más del que ocupaba el undécimo puesto en la candidatura y solo fue escogido por sus dotes como títere? El expresidente fugado creía que sí y, por ello, los errores de su sucesor solo pueden entenderse como suyos. Como maestro será él quien dará las últimas pinceladas a un lienzo que, en puridad, debería titularse «Fracasos», por J. Torra y C. Puigdemont.

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