Los columnistas de ABC opinan sobre la declaración de Puigdemont
La independencia en suspenso proclamada por el presidente de la Generalitat, analizada por los opinadores del periódico
COLUMNISTAS ABC
Los columnistas de ABC opinan sobre la declaración de Puigdemont
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Puigdemont intenta ganar tiempo
Segundos después de que Carles Puigdemont usara una fórmula rebuscada y cobarde, que sortea su detención y la aplicación del artículo 155 de la Constitución, para suspender una declaración de independencia que no llegó a hacer (como le recordó Miquel Iceta), un alto cargo del PP bromeaba al teléfono: Rajoy se frota las manos porque no tiene que hacer nada. La chanza, con tintes dramáticos, retrata una situación que me temo no tendrá castigo. Vuelven a ganar los que se saltan la ley, la burlan y, al tiempo, se burlan de todos, mientras los poderes del Estado, con su Gobierno a la cabeza, respiran provisionalmente con el oxígeno que les proporciona la cobardía de los secesionistas, que no su responsabilidad.
Puigdemont no hizo este martes ninguna concesión a la razón y a la democracia. Tenía que elegir entre la cárcel o la traición a los antisistemas que le han hecho el trabajo sucio en las calles y optó por salvar el pellejo y fracturar la débil unidad independentista. Los de la CUP, que obligaron con su negativa a retrasar el pleno una hora en plena astracanada, ya hablaban el martes de traición inadmisible de Puigdemont. Paró el balón porque continuar con el juego le suponía la cárcel pero usó el altavoz televisivo para volver a remachar su relato falaz ante los medios de comunicación extranjeros, algunos de cuyos desavisados corresponsales comprarán el discurso de Matrix a la espera de que el canciller del Reino de España, Alfonso Dastis, haga su trabajo.
Como si fuera un personaje de Berlanga, Carles Puigdemont dijo que no era un delincuente mientras vulneraba el Código Penal casi al completo. Y dijo que quería a España. Y para probar ambas cosas declaró la independencia de Cataluña, con una fórmula con freno y marcha atrás, desde una institución española, dio un portazo al país y usó la tribuna que todos los españoles y las televisiones le proporcionan para repetir la turra de los agravios, del Estatut (señor Zapatero ¿le pitaron los oídos?) y para materializar un golpe de Estado con sordina.
Si Rajoy se conforma con este tiempo muerto decretado por Puigdemont se equivoca. Porque solo aplaza el problema ante el hartazgo de millones de catalanes y el resto de españoles. Otra jornada triste para España que, en una dinámica surrealista e impropia de una democracia adulta como la nuestra, contuvo la respiración este martes a las siete de la tarde a la espera de lo que un grupo de sediciosos decidiera hacer con nuestra nación. Y para redondear ese surrealismo, minutos antes de que Puigdemont subiera a la tribuna del Parlament, un partido que se dice nacional, como Podemos, estaba votando a favor de que el Gobierno de España no pudiera defender a su país, al que juró defender, con las herramientas que le ofrece el Estado de Derecho y la Constitución democrática de 1978. No hay precedentes al respecto. Tampoco del ridícuo que está haciendo España y que tiene sumido a los españoles en una mezcla de estupor, tristeza y vergüenza.
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Al final no se ha atrevido
Cuando los futuros historiadores estudien lo ocurrido en Barcelona el 10 de octubre de 2017 no podrán escribir que ese día la Generalitat declaró la independencia. Eso es la única verdad de la jornada de hoy, como bien delatan los iluminados de CUP que ya han acusado al presidente de la Generalitat de «traición inadmisible por su discurso de esta tarde». Puigdemont, amenazado con la independencia, ha dicho que asume el mandato de su referéndum de cartón piedra para proclamar su república, pero al final no se ha atrevido de declararla. A nadie le gusta dormir en la cárcel. La cara de los golpistas lo reflejaba todo, no destilaba euforia alguna, solo nervios y probablemente congoja. Llegaron al pleno desfondados por tres motivos: la fuga masiva de empresas de Barcelona, incluido todo su poder financiero; la espectacular manifestación del domingo en Barcelona y el revulsivo que ha supuesto el discurso del Rey para el durmiente patriotismo español.
Creo que el Gobierno de España nunca debió haber permitido que todo este golpe en diferido haya llegado tan lejos. Los golpistas tendrían que haber sido suspendidos de sus cargos el mismo día que anunciaron que llevarían al Parlament sus leyes de ruptura, es decir, sus leyes sediciosas para romper España. Pero es innegable que Puigdemont se arrugó ante la fortaleza de España, en especial ante la del pueblo español y la de su Rey. También ha pesado –y muchísimo- la mano invisible de Adam Smith. El libre mercado ha hablado rápido y clarísimo y no está para estupideces.
Puigdemont no se ha atrevido a dar la batalla final. Pero torpe será Rajoy si aprovecha este receso para seguir en modo avión en lugar de abortar de una vez este intolerable desafío a nuestra democracia.
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Rajoy tiene la pelota
Mentiras envueltas en victimismo. El discurso de Puigdemont deja la pelota de su juego, que ahora consiste en conseguir la república catalana por las buenas en vez de por las malas, a los pies de Mariano Rajoy. El presidente y su gobierno ya solo tienen horas de margen para parar de una vez por todas el golpe de Estado que el máximo responsable de la Generalitat acaba de asestar delante de su Parlamento al proclamar que su objetivo es independizarse de España, aunque ahora lo quiere hacer como la canción, despacito, para ver si de esa forma evita que le destituyan y que le detengan.
El discurso de Puigdemont fue de los que cualquier demócrata europeo debe guardar por si en algún momento siente dudas de que los secesionistas podrían, después de todo, ser unos demócratas oprimidos por el Estado español. Pero como en el resto del país no cuela que se les esté oprimiendo, impidiendo que hablen en su idioma o robándoles, los representantes de la Ley que se le olvida que este obligado a acatar no tienen ya más salida que la de obligarle a él a que la cumpla. Su intervención estuvo claramente dedicada a convencer a los medios de comunicación europeos de que sigue apostando por el diálogo. Pero su futuro, desgraciadamente para él, no depende de lo que cuente la BBC, sino de las decisiones que tomen el Gobierno, el Tribunal Constitucional y la Fiscalía de la Audiencia Nacional.
Sin margen de maniobra, atado de pies y manos por la CUP y las masas que él mismo echó a la calle, Puigdemont no ha podido evitar el precipicio. Se va a despeñar, pero antes de tirarse al vacío quiere presentarse como la víctima de un Estado opresor que le ha empujado donde no quería llegar. Pero claro que quería. Él y los suyos llevan años planeando este momento, tratando de hacer realidad la república independiente cuyo momento, muchos a su alrededor, quizás él también, piensan que ha llegado.
Lo de permitirse una tregua de unas semanas no es más que un ataque de vértigo. Puigdemont sabe de sobra que el Estado no va a aceptar el resultado de su referéndum ilegal, ni se va a sentar a negociar la forma de que Cataluña se convierta en república independiente. No es que sea tarde. Es que es imposible. Además, inútil para parar la maquinaria que el Gobierno y los tribunales están poniendo ya en marcha a estas horas. Se acabó.
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Golpista, cobarde, falsario
Carles Puigdemont ha proclamado la independencia. A la eslovena, de forma cobarde, ayuna del coraje necesario para ir hasta el final del camino sedicioso y arrojarse al precipicio sin red, arrastrando las consecuencias plenas de ese anuncio, la ha proclamado. La respuesta del Gobierno debe ser inmediata y fulminante. La justicia, a instancias de la Fiscalía, debe actuar con todo su peso contra este golpista. El presidente Rajoy debe responder desde la Moncloa, en nombre del Ejecutivo, antes de comparecer ante el Congreso. No cabe más dilación. Puigdemont y sus rebeldes no pueden llevar las riendas de la Generalitat ni un día más. Han traspasado todos los límites.
El todavía líder catalán busca desesperadamente internacionalizar el presunto «conflicto entre Cataluña y el Estado español», como han pretendido ETA y el PNV durante lustros. Presentando ese «conflicto» como una disputa entre iguales, cuando no es sino un intento de secesión por parte de una comunidad autónoma que siempre ha formado parte de España, nunca ha sido otra cosa que parte integrante de España, y se ha estrellado contra un muro de rechazo en todos y cada uno de los intentos efectuados con el dinero de nuestros impuestos para lograr un reconocimiento internacional inalcanzable. ¡Ya ha gastado suficiente!
El tono conciliador y melífluo con el que ha hablado, sus palabras engañosas (democracia, diálogo, empatía, voluntad negociadora, progreso, convivencia) constituyen trampantojos con los que trata de ocultar una pared infranqueable denominada golpe de Estado. Una muralla que la democracia ha de defender con todo el vigor necesario. Un delito de rebelión, envuelto en mentiras, al que es preciso poner fin de una vez por todas.
Puigdemont ha tratado de justificar su proclamación sediciosa dando validez democrática a una votación convocada al margen de la legalidad, realizada sin garantía alguna, ni control, ni interventores, ni rigor, que ha dividido en dos mitades irreconciliables a la sociedad catalana. Ha presentado la legítima actuación de la justicia y las fuerzas y cuerpos de seguridad como medidas de represión antidemocráricas, y el desacato a la Carta Magna como un alarde de valentía. Ha culpado al Estado de los daños irreparables causados por su deriva suicida. Y en eso no se equivoca del todo. Esto habría que haberlo parado mucho antes. Como muy tarde, el 9-N. Los errores de cálculo y la pusilanimidad del Partido Popular y el Partido Socialista han contribuido decisivamente a llegar a este callejón sin salida con un balance de daños altísimo.
Entre victimismo, acusaciones de catalanofobia, apelaciones a Franco, falsedades sobre presuntas desinversiones en infraestructuras y persecución de la lengua catalana, cuando el único perseguido allí es el castellano, Puigdemont ha tejido un relato lacrimógeno que podría tener algún viso de credibilidad fuera de nuestras fronteras si Cataluña fuese una región deprimida y no una de las más ricas de Europa. Ni una vez ha pronunciado las palabras «Constitución» o «España». Se ha permitido desacreditar al Rey y al Tribunal Constitucional por cumplir con su deber de defender la unidad nacional, la legalidad y el orden democrático, presentando a los golpistas como víctimas de la represión y denominando «peticiones catalanas» lo que son hechos consumados, desobediencia a las leyes democráticas y desafíos sediciosos. ¡Cuánto daño hizo José Luis Rodríguez Zapatero diciendo aquello de «aceptaré lo que venga de Cataluña»! Proporcionó un pretexto impagable al separatismo para justificar lo sucedido este martes, deslegitimando la Carta Magna, liquidando el principio de soberanía y deshaciendo con una ocurrencia siglos de cohesión nacional.
«No somos golpistas, delincuentes o locos», ha exclamado casi suplicante el inminente ex «president», tratando de inspirar lástima. Sí, lo son. No solo golpistas y locos, sino unos ladrones que pretenden robar la soberanía de los españoles.
Al final, llegado el momento de cumplir con la promesa formulada a las CUP a cambio de su apoyo parlamentario, le han temblado las rodillas y ha tenido que beber agua pensando en los 20 años de cárcel que podrían y deberían caerle por un delito de rebelión. «Cataluña se ha ganado el derecho a ser un estado independiente en forma de república», ha declarado, vacilante. Como además de golpista y ladrón es un hipócrita cobarde, ha añadido a renglón seguido «pido que el Parlamento suspenda los efectos de esta declaración para emprender una etapa de diálogo».
Yo pido a Mariano Rajoy y al fiscal general del Estado que pongan fin a este desatino hoy mejor que mañana. Que manden detener a los rebeldes y restauren el orden democrático. Los ciudadanos catalanes ya han pagado bastante cara la ineptitud de sus gobernantes. De todos.
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El gatillazo de Puigdemont
El prestidigitador Carles Puigdemont ha hecho el más difícil todavía. Presentar los resultados del referéndum del 1-O asumiendo el «mandato del pueblo para que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de República» para automáticamente suspenderlo. Un gatillazo. La República más breve de la historia.
Se ha movido en la ambigüedad para crear división de opiniones. ¿Ha declarado o no la independencia? ¿Ha dado marcha atrás? Cada uno lo interpreta a su manera. El Gobierno como un «chantaje» al proclamarla implícitamente. Mientras Miquel Iceta dice que «no se puede suspender una declaración que no se ha hecho». Y a Pablo Iglesias le parece «evidente» que no ha habido declaración unilateral. «Vivo en el lío», como le diría Mariano Rajoy a Artur Mas.
De héroe a traidor en la que iba a ser una jornada histórica para los independentistas. No ha cumplido ni sus propias leyes de desconexión. Intentando dar la imagen de un político que tiende la mano para dialogar, cuando su relato ha estado plagado de mentiras. Ha tirado la pelota al tejado del Congreso de los Diputados, donde comparecerá un día después Rajoy, sabiendo que su llamada a negociar estará en todos los medios internacionales.
Donde unos ven que actúa con «sensatez», otros ven al pirómano que ha jugado a encender un mechero en una gasolinera. No puedo dejar de imaginarle como en la mejor escena de «Zoolander» retozando con las mangueras del surtidor mientras suena «Wake me up before you go-go» de Wham. Despiértame antes de irte. ¡Tremenda alegoría! Quería proclamar la República Independiente de Cataluña con una mirada azul acero, y ahora los de la CUP le van a dar «mambo» o un escobazo. «¡Barrémoslo!» era la campaña del 1-O por el «sí» a la independencia. No sabían que también tendrían que incluir la imagen del que eligieron a dedo para la presidencia de la Generalitat con un solo objetivo.
Puigdemont busca ganar tiempo, si no vive una guerra civil dentro de Junts pel Sí, con un adversario al que le resbala. En manos de Rajoy se convierte en la nada, como si no hiciera más que mirar por la ventana de Moncloa contemplando lo que le rodea, excluyéndose de todo ruido.
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