Álvaro Vargas Llosa - Algo trae el potomac

Didier y Nestride

No necesito concordar en todo con Didier y Nestride, ni conocerlos bien, para respirar su herejía como si fuese oxígeno

Tengo simpatía por las herejías, de manera que el Covid-19 y, ahora, el estallido por la muerte de George Floyd me han empujado a oír voces disidentes.

Didier Raoult es un laureado experto en enfermedades infecciosas que dirige el IHV Marsella. Ha sido vituperado ... por haber dicho, desde el inicio, que el coronavirus se comportaría en forma de campana y pasaría pronto, que no mataría a tanta gente como otras enfermedades respiratorias y que la cuarentena general era absurda porque lo indispensable era detectar casos y aislarlos brevemente.

Cada año mueren dos millones de personas por enfermedades respiratorias y el Covid-19 ha matado hasta ahora algo menos de cuatrocientas mil, y en Europa el virus ya da sus últimos coletazos. Pero resalto otro aspecto de su herejía: el tratamiento que dio a tres mil pacientes, una combinación de hidroxicloroquina y azitromicina que él suministra al inicio de la enfermedad. Ha explicado asiduamente que ambos remedios son prescritos masivamente en el mundo (del primero se vendieron 36 millones de comprimidos en 2019 y el segundo es sólo superado por la aspirina). La Organización Mundial de la Salud, ese cuento chino, hace poco anunció que cesaba sus ensayos con cloroquina por una investigación crítica publicada en la revista «The Lancet». Pues bien, los autores acaban de retractarse y la revista ha pedido disculpas porque la empresa que dio los datos originales ha actuado de forma deshonesta. Francia, basándose en la OMS, prohibió la cloroquina: ahora no sabe cómo escapar del ridículo.

Didier Raoult -pelo largo, aspecto de vikingo noruego, aires de jefe galo enfrentado a Julio César- ha resistido a pie firme la campaña contra él.

Mi otra hereje es Nestride Yumga, estadounidense negra de origen africano y enfermera del hogar a la que han insultado por doquier por un vídeo que la captó enfrentándose, en las calles de Washington, a los de «Black Lives Matter». Ella les dice, a voz en cuello, que también deberían preocuparse por los negros que mueren cuando los mata otro negro, que son más los afroamericanos muertos a manos de otros afroamericanos, y que a pesar de todo el sistema permite a una negra como ella ser libre y trabajar sin victimismo.

Podemos discutir la oportunidad, pero los datos del Bureau of Justice Statistics la respaldan: cada año, casi la mitad de los asesinados en Estados Unidos son afroamericanos y algo menos del 90 por ciento tienen como victimarios a otros afroamericanos, del mismo modo que los blancos matan más blancos que negros. Y, aunque subsiste el racismo, repugnante tara humana, las cifras de ascenso social de los negros indican cuánto han mejorado las cosas para quienes quieren progresar (el desempleo negro bajo el Gobierno del inefable Trump, insoportable ironía, había descendido en picado antes del Covid-19, como el blanco o hispano).

No necesito concordar en todo con Didier y Nestride, ni conocerlos bien, para respirar su herejía como si fuese oxígeno.

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