La alberca
La mano derecha de Pepe Luis
El hijo del genio que aprendió a torear en la tumba de Cúchares acaba de cumplir un año
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Iniciar sesiónCuando sale el herido de la cara del toro con desplante de bronce y consigue quedarse en la luz del recuerdo sin dolor en el gesto, justo ahí donde queman las pisadas del miedo, ya no tiene enemigo. Pepe Luis ha vencido. El torero que ... jugaba de niño al escondite en la tumba de Cúchares, ese que alargó el nombre de su padre y su leyenda por los ombligos de albero, el que hacía el paseíllo envuelto en un capote sangrado por su estirpe, ha tenido que enfrentarse al burel más áspero de su vida y se ha quedado quieto. Ha visto pasar las astas a la altura de su pecho porque el destino no humilla, pero en las horas más difíciles ha sabido torear a contraestilo echándole por delante al toro la taleguilla y lo ha templado para fundirle en la cruz una veleta como la de la Giralda, una a la que sólo le sopla el viento de la Esperanza. Hace un año, José Luis Vázquez Silva, hijo del Sócrates de San Bernardo, reventó de tanto pensar. Dice el Faraón que para un artista es impensable no pensar. Y al heredero del toreo lento que se fraguó robándole pases a las vacas del matadero ya no le cabía un pensamiento más en el sol de su frente. Su cabeza salinera dejó de soñar faenas. Se paró. Desde entonces, su mano derecha, la de los lances por dentro del tiempo, se ha quedado cogida en el gañafón de una letra por seguiriya.
Pepe Luis Vázquez es aficionado a los cantes de luna. No tiene reloj. Aprendió de su padre que cuando uno se mete a buscar infinitudes en el terreno de la muerte la vida ya no tiene medida. Ni el cuerpo tiene forma. Qué más da todo después de haberse pasado un juampedro por las ingles con el corazón latiendo en la cadencia de una soleá. Por eso siempre lo imagino cruzándose al pitón contrario y diciéndose por lo bajini una letra a compás: «Las alas dejan pisadas: / volar es echar raíces / en las huellas de las alas». Un año después de perder la conciencia y despertar con la muñeca diestra detenida, Pepe Luis ha vuelto a volar sobre su propio pasado y puede cantarse despacio otra que lo retrata: «Tengo piedras en la sangre, / soy la historia de mi pueblo / en las ruinas de mi carne». En los vestigios de esa mano derecha que se ha quedado quieta en pleno quejío cabe el universo.
El arte de Pepe Luis es la mejor defensa de la Fiesta. Hay que verlo contar anécdotas con las pupilas encendidas para entender que el miedo es para él una salvación y que cuando mete al toro en su canasto como aquella tarde del Corpus de Granada dejan de tener presencia los que saben porque él solo le da sitio a los que sienten. Vive con la ilusión de encontrarse con su padre en un muletazo cualquiera de esos que se dan como si el mundo fuera una pluma. Y no le tiene miedo al miedo. Él mismo admite su jindama recordando una corrida nocturna en El Puerto. «Era un mano a mano con Cristo González porque se había caído del cartel Eduardo Dávila Miura. La corrida era muy dura, del Marqués de Domecq, y encima de noche los toros salen más despistados. En el primero me llevé una bronca y en el segundo otra. El tercero se cayó en el primer derrote y ya no se levantó más, así que hubo que apuntillarlo. Y cuando estaba yo resoplando de alivio se me acercó el delegado para decirme que me ofrecía el sobrero, así que le contesté: mire usted, yo creo que estas ya no son horas». Tenía razón. A esa estética que busca la transparencia en las entrañas de la lentitud se le ha hecho tarde. Por eso yo miro a Pepe Luis ahora que acaba de cumplir un año desde su resurrección y veo el futuro. Porque en esa mano derecha que paraba a los toros, en ese puño de cantaor se ha parado también el toreo. Por eso las gitanas de la buenaventura ya pueden leer en su palma la eternidad.
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