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La vida oculta de los gorrillas: refugiados de guerra, estudiantes y parados
Hay más de 200 aparcacoches ilegales en la capital, entre peleas, picaresca, racismo y mucha hambre
La vida oculta de los gorrillas: refugiados de guerra, estudiantes y parados
Cinco y media de la madrugada. Los hermanos Rashid, de 50 años, y Ajdef, de 38, se desperezan en la habitación que comparten en un piso de Villaverde Alto. Toman el Cercanías hasta Nuevos Ministerios y, de allí, el suburbano hacia la Ciudad Universitaria. El ... paseo hasta las inmediaciones del Instituto Anatómico Forense de Madrid lo hacen a pie. A las seis y media de la mañana, ya están allí. En una zona donde cada vez es más complicado encontrar una plaza donde dejar el coche.
Así empieza cada día para estos dos gorrillas de Ghana. La crisis, a su manera, también se ha cebado con ellos. Ajdef cuenta su última peripecia laboral: «Hasta hace cuatro meses trabajaba para unos gitanos, vigilando una obra. Me pagaban 600 euros. Pero aquello se acabó, y aquí nos tienes». Dice que ahora saca unos 15 euros al día, en el mejor de los casos: «Guardo 8, para poder enviar dinero a mi familia, en mi país. Suelo mandarles unos 50 euros cada tres meses». El resto, para pagar la habitación y comer lo justo.
Preguntamos por la mala fama que les acompaña. Que si dañan los coches de quienes se niegan a pagarles, a modo de extorsión. Ellos lo niegan. «Hay gente que nos da desde 10 céntimos a 1 euro; muchos otros no nos dan nada. Pero no obligamos a nadie, es la voluntad». Es, por así decirlo, el método tradicional. Más tarde veremos que, dependiendo de la zona, la cosa cambia. En esa parte de Madrid, dicen, hay unos 18 gorrillas por la mañana, y otra veintena en el turno de tarde.
La mañana de un día laborable en Julián Romea es de todo menos tranquila. Con la Universidad CEU-San Pablo, las academias de estudios, los colegios mayores, el Hospital Clínico y el de la Concepción, amén de las oficinas, los gorrillas no dan abasto. En principio, resulta incomprensible que haya aparcacoches en esa zona del distrito de Moncloa-Aravaca, puesto que proliferan los parquímetros. Precisamente por ello, las técnicas de los gorrillas aquí son distintas. En la misma Julián Romea, hay media docena. «Ayudan» a encontrar una plaza, aunque sea de pago, por lo que hay que abonar el SER y al aparcacoches. También son africanos y no quieren hablar con la prensa. Incluso se enfadan cuando se les hacen fotos. Luego entenderemos por qué. «No son problemáticos. Sólo podemos echarlos de la zona de vez en cuando, pero vuelven pronto», confiesa un policía municipal.
La cosa cambia en una de las calles perpendiculares, la del General Rodrigo. Abundan las viviendas de nivel medio-alto y las oficinas. Allí encontramos a Mohamed y su particular «tarificación». Este joven de 32 años salió de su país, Chad, huyendo de una guerra atroz. Pasando penurias puso el pie en Marruecos y, desde la costa, llegó en patera a nuestro país. «Los clientes me dejan la ventanilla del conductor entreabierta, porque se fían de mí. Me encargo de renovarles el tique de la hora y se lo pongo en el salpicadero, para que no les multen», explica. Por ello, cobra 2 euros a la hora, y así lleva dos años. «Me llega para pagar la habitación donde vivo», añade con una sonrisa de oreja a oreja. Algunas veces, dice, la policía le pide los papeles, que por supuesto no tiene en regla. «Me paran, pero no me han detenido nunca. Me tratan bien».
Mohamed tampoco quiere que le retratemos su cara. Nos lo explica: «Me da vergüenza, porque toco los timbales en una iglesia, y allí no saben que me dedico a esto. Tampoco lo sabe mi familia en Chad».
«Hacen una labor social»
Uno de los clientes habituales de Mohamed les defiende: «Hacen una labor social. Son de confianza, no te engañan. Le dejo tranquilamente la ventanilla semiabierta, le doy el dinero, me cambia el tique y además cuida el coche».
La nueva ordenanza sobre parquímetros pone en riesgo la persistencia de esta práctica, puesto que es más complicada la permanencia durante varias horas del mismo coche e incluso tenderán a desaparecer, al poder abonarse el SER mediante el teléfono móvil.
Cuando nos marchamos de la zona, un conductor, español, para en seco en la calle del General Rodríguez: «¡Mohamed!», le grita. El hombre se apea del coche y abre su maletero: «Mira, tengo aquí dos bolsas repletas de ropa, está casi nueva, pero no la quiero». Tanto el gorrilla como otro compañero se alegran del regalo. Se han ganado la confianza de los vecinos y trabajadores de la zona a fuerza de honradez.
Esa buena percepción de los gorrillas cambia radicalmente en otro punto, el exterior del Hospital de La Paz. Allí también hay parquímetros. Pero no hace falta acercarse a por el tique. Uno de los veinte gorrillas de la zona lo trae antes de que el conductor se baje del coche: «La gente que se va antes de que se cumpla el tiempo de su tique nos lo da, y nosotros se lo ofrecemos a los que llegan», nos explica un chico africano de 30 años. A cambio, dicen, reciben una propina. Pero algunos usuarios son muy críticos y hablan de amenazas de romper el coche a quien se niegue a pagar
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