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Casi un nostálgico «de senectute»

Nicolás miñambres

No sería descabellado considerar esta novela del burgalés Moisés Pascual Pozas como una libérrima versión narrativa del ciceroniano De senectute. Curiosa es también la proximidad de Vidas de tinta con Pornografía (2013), de Manuel Arranz, pero especialmente con Cartas de un sexagenario voluptuoso, una de las últimas novelas de Miguel Delibes. Eugenio, el personaje de Delibes, y Roberto Lábano, el de Moisés Pascual, son hombres de extracción rural, titulados universitarios y jubilados de trabajos intelectuales. Eugenio ha sido director de periódico y Roberto Lábano profesor de Lenguas Clásicas. Ambos mantienen recuerdos rurales y afectos infantiles inolvidables: Eugenio lo sintió por su hermana Rafaela y Roberto Lábano por su tía Elisa. Pero no faltan las diferencias humanas y literarias. El armónico sedentarismo castellano de Miguel Delibes contrasta con la condición itinerante de Moisés Pascual, reflejada en las experiencias ecuatorianas de Bernaola Molero, un personaje de la novela. Frente a la crónica epistolar de Eugenio (dirigida con pasión creciente a Rocío, su desdeñosa dama sevillana) Roberto Lábano vive una relación muy personal con Soledad.

Llegada la jubilación, Roberto Lábano se ha separado de Rosario, profesora como él. La vida carece de sentido y, retirado en un pueblo costero, recuerda su pasado e imagina el mundo de Rosario con Bernaola Molero, su amante. A partir de aquí, la novela va encontrando su consistencia y su grandeza. Roberto Lábano mantiene su obsesión por el pasado, pero descubre un nuevo atractivo en el paisaje de Salinde y en el afecto de Soledad, la chica que lo atiende, nombre de connotaciones evocadoras. Su diferencia de edad y cultura hacen imposible la relación amorosa, pero Roberto Lábano deja constancia literaria de esos sueños imposibles. Cuenta a Soledad su trayectoria vital con tanta pasión que ella será una receptora activa, capaz de discutir sus planteamientos.

A modo de diario

De estas tribulaciones surgen los mejores frutos literarios: la confesión del personaje a través de sus declaraciones, acentuadas por el tono intensamente apelativo con el que se dirige a Soledad. La narración en forma de diario, con jugosas observaciones subjetivas, es la fuente esencial de la visión estética, aderezada con detalles panteístas. Lábano recuerda con amargura el pasado y se martiriza pensando que el futuro no existe, a pesar de la tentación de soñar con él. Por encima de las limitaciones de la vejez, mantiene su clarividencia: «Y así hasta el día de hoy en que tecleo esta historia, en una noche de primeros de octubre, todavía cálida, bajo el aire de azahar del limonero, con Argos enrollado a mis pies y Soledad, ay, en su casa». (p. 154). Pero será una clarividencia fugaz; el «tempus fugit» impone su ley. Soledad sigue su camino y Roberto Lábano se refugia en la traicionera compañía del alcohol: «Le dije que se llevaran los colorines y a Argos, ya que pasaba más horas en el bar que en casa». Mantiene sus obsesiones («me fui al otro lado del espejo en busca de Bernaola Molero», confiesa al final) y escribe: «Aún soy vida de tinta…», pero su tinta es tinta simpática, ilegible para los demás.

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