pecados capitales
La Reina Letizia
Como tantos, la recibí con espíritu crítico. Sin embargo, no ha cometido errores de bulto
Lo que en adelante viene vulnera las elementales reglas de una articulista por muy modesta que, como es el caso, se sea: nunca hablar en primera persona y, si se osa pisar esa línea de leso estilo, jamás orear las entretelas particulares. Sin embargo, me ... acojo al espíritu liberal de esta Casa para incumplir, en atención a la materia, los usos y costumbres del columnismo. A España le va a ir bien, muy bien, con la Reina Letizia. Ya está dicho. Quitado este peso de encima, he aquí mi coartada: se lo debo. Puede perderme, además, que comparto con ella la letra «M» del DNI, la generación (aunque me gana en juventud) y la profesión que ella eligió cuando, como todas, lo de soñar con ser princesa no pasaba de ser parte del manual de adolescente, tan previsible como embadurnarnos las pestañas de rímel o subirnos en los tacones de mamá. Solo que en ella se cumplió. Como a Borges con la literatura, a Letizia le pasó que su vida no fue otra cosa que un sueño dirigido.
En ABC la editamos antes de conocerla. Me explico: primero fue la colaboradora que enviaba notas cortas sobre el municipio madrileño de Rivas-Vaciamadrid, luego la presentadora junto a Urdaci de los telediarios y, finalmente, la prometida del Príncipe de Asturias. Observé su paso al disparadero público con espíritu excesivamente crítico. Tengan en cuenta que las periodistas hemos sido las más implacables con la futura Reina. Exhibía los mejores atributos para el fusilamiento público: mujer, periodista con horas en las Redacciones (luego acostumbrada a las comidillas con tendencia al canibalismo) y cierta determinación. Qué digo determinación: mal carácter, concluyeron muchos. Y muchas. Por entonces, comprobé con media sonrisa cómo las mismas que, en el terreno de la dialéctica, exigían respeto para la autonomía y el coraje femenino, ahora lapidaban a su antigua compañera por algún que otro arranque de firmeza exhibido en las primeras horas del cuento de la Princesa feroz. Yo no llegué tan lejos ni tan bajo. Pero tampoco fuí generosa.
Sin embargo, quienes esperaban que aquella joven periodista, divorciada y resuelta (no se me ocurren peores títulos para la impostura general) cometiese algún error de bulto que justificase los primeros e insistentes recelos sobre la elección del futuro Rey sufrieron un desengaño colosal que, sin embargo, no fue humildemente admitido por sus responsables. Así, así, por mucho que exprimo mi memoria y la de papel, no se me ocurren más que un par de quejas que, no por mucho repetidas, han adquirido categoría de insalvables: regatear alguna sonrisa a la posteridad y confundir el vestuario en algunos actos. Toca corregir ahora ambas torpezas con las que he terminado empatizando: quién no se ha dejado un día la sonrisa y la etiqueta en el armario. Seguro que no le será difícil salvar esa prueba. Quizá más fácil que a muchos doblar espinazo y discurso ante la futura Reina. Que no será Doña Sofía pero que mejorará a la Princesa Letizia.
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