LLUVIA ÁCIDA
Jep
A Gambardella se le han ido cuarenta años caminando despacio y reinando sobre la banalidad, pues incluso de los funerales se apropia para su propio lucimiento
SI «La gran belleza» es una película sobre el vacío interior y la nostalgia de lo perdido, la escena más conmovedora no la protagoniza Jep Gambardella, cuya añoranza en realidad es primaria y se parece a la de cualquiera: añora el sexo en verano cuando ... se es joven, los amores que terminan en septiembre y permanecen intactos en el recuerdo, la vida cuando todo consiste en una primera vez y en una única certeza, la de futuro. La escena realmente devastadora, la que mejor resume la idea del final de raza, es la de la aristócrata perteneciente a una gran familia nobiliaria venida a menos que acepta alquilarse por 250 euros la noche para asistir a fiestas con pretensiones sociales. Cuando necesita consuelo para su amargura, se hace abrir el palacio que albergó su infancia, ahora convertido en museo, y, delante de su propia cuna metida en un expositor de cristal, escucha con unos auriculares el relato grabado sobre el esplendor extinguido de su linaje.
Aunque no encuentre demasiados interlocutores dispuestos a compartir esta devoción, Jep Gambardella ha irrumpido en mi lista particular de personajes ficticios de los que querría ser amigo. Constato por la elección que también uno va madurando, porque el primero de la lista es Haddock, seguido por Corto Maltés y, de repente, el príncipe Bolkonski. Es obvio el homenaje de Sorrentino a «La dolce vita» y a aquella Roma hedonista de la Via Margutta que se estremeció con el proceso de corrupción y el asesinato de Wilma Montesi, que destapó el circuito orgiástico. Pero la diferencia es que, en la obra de Fellini, el reportero Marcello (Mastroianni), al menos antes de embrutecerse, desea capturar historias sobre las cuales escribir y para ello utiliza la Via Veneto como un apostadero en el cual subirse al primer descapotable que pase con la promesa de una vivencia. Por el contrario, el escritor Gambardella hace lo posible por no escribir, y para ello elige quedarse atrapado en una dimensión paralela, que es la de la mundanidad, la de la banalidad social: una noche eterna en la que se juntan los despojos de una gran escombrera humana para bailar a Raffaella Carrá y beber mucho, aunque jamás tanto como «para ponerse pesado». Cumplidos los 65, triste de una tristeza como la de Mallarmé cuando declaró leídos todos los libros, Gambardella se aferra a los escasos destellos de belleza y al descubrimiento de que aún queda, entre la compañía de decadentes habituales, alguna amiga con la que no se ha acostado: «¿Te das cuenta? Todavía podemos hacer algo bonito juntos».
Pero son esos destellos, que conciertan mínimas treguas con el desencanto, los que en verdad estimulan a un hombre que hasta en el modo de vestir hizo un voto de belleza. Hasta en el modo de tumbarse en la hamaca con el vaso sostenido por una mano de muñeca floja, indolente. Al salir de las fiestas, al amanecer, Gambardella camina como el hombre dueño de su tiempo, al que nadie espera. Camina despacio como un «flâneur» de Baudelaire al que de pronto atraen los aleteos de las pequeñas cosas, los ínfimos resplandores que sólo se perciben mediante la lentitud, todo en el dandi es lentitud. A Gambardella se le han ido cuarenta años caminando despacio y reinando sobre la banalidad, pues incluso de los funerales se apropia para su propio lucimiento. Sólo cuando todo empieza a morir a su alrededor cobra conciencia de la nada, y se entrega a una nueva, terminal, apetencia de escritura que viaja para nutrirse al lugar preciso en el que amó, y era verano.
Jep
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