EL CONTRAPUNTO
De la convicción a la conveniencia
El PP, este PP, amaga, pero no termina de dar la batalla de las ideas
Isabel San Sebastián
Apenas las separan unas líneas en el diccionario, pero la distancia conceptual que media entre estas dos palabras es tan gigantesca como la que aleja una política basada en los principios de otra asentada en el cálculo: un abismo.
¿Qué razón ha llevado a ... Barack Obama a desdecirse de sus propias palabras y renunciar a lanzar un ataque de castigo contra el presidente sirio, en represalia por la utilización de armas químicas contra civiles? ¿El temor a complicar todavía más un escenario de guerra civil endiablado y dar alas al fundamentalismo islámico o las encuestas que muestran el rechazo de la opinión pública norteamericana a esa ofensiva? Si estuviéramos en el primer supuesto, que comparto, aplaudirá su decisión. Pero, a juzgar por los tiempos y la rectificación, tengo para mí que ha sido la demoscopia la que le ha hecho corregir su postura inicial, llevándose por delante buena parte de la credibilidad de los Estados Unidos y, con ella, su capacidad de disuasión. Es decir, resquebrajando peligrosamente el escudo que nos protege a todos de la amenaza terrorista. Porque la conveniencia ayuna de convicción conduce inevitablemente a la debilidad, mientras que la convicción suele generar la fortaleza necesaria para alcanzar lo que conviene. Una lección de la Historia que algunos parecen olvidar.
Salvemos todas las distancias salvables y vayamos a lo que acontece aquí, dentro de casa, en ese desafío cansino planteado por el independentismo catalán a una España cada vez más huérfana de líderes dispuestos a defender su unidad, su ser, su esencia, desde la convicción y no desde la conveniencia.
La creencia en una Nación no es negociable ni puede administrarse en función de la aritmética electoral o el calendario. No es parcelable por comunidades autónomas. España es una realidad histórica, cultural, lingüística y política tan incuestionablemente sólida que resulta inaceptable e incomprensible la falta de un discurso político alternativo al del secesionismo por parte de quienes tienen la responsabilidad de responder desde el Congreso de los Diputados, sede de la soberanía nacional, al desafío rupturista. ¿O es que ya han aceptado los grandes partidos esa división de la soberanía por territorios que invocan los separatistas? ¿Acaso las taifas resultan tan rentables para ellos, en términos de poder y presupuesto, que les conviene mirar hacia otro lado mientras España se diluye progresivamente en diecisiete mini-estados? ¿O se trata simplemente de cobardía ante un adversario armado de creencias más sólidas?
La izquierda sucumbió hace tiempo a esa presión del nacionalismo, al caer en el error garrafal de confundir a España con Franco. El PP, este PP, amaga, pero no termina de dar la batalla de las ideas. No se atreve a enarbolar la bandera del patriotismo, como si en un rincón de su alma confusa anidaran los mismos complejos que llevaron al PSOE a fragmentarse y cambiar de mensaje en función de la geografía, hasta sufrir la peor derrota electoral que recogen sus anales. Con una mano escribe Rajoy esa carta en la que dice a Mas «no» a la consulta ilegal y con la otra le ofrece dinero y privilegios a cambio de «paz», como si tuviese que pagarle la lealtad debida a la Constitución que alumbró las instituciones autonómicas catalanas y que el «President» juró defender. Sin asumir que la lealtad no se compra ni se vende; se gana en campo abierto, desde la coherencia, o en su defecto se cambia por el respeto debido a la legalidad democrática.
De la convicción a la conveniencia
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