VIDAS EJEMPLARES
Andar por ahí
Pocas verdades más ciertas que esa de que el nacionalismo se cura viajando
Luis Ventoso
HAY sensaciones que solo se pueden explicar desde la experiencia personal. Por eso pido disculpas anticipadas por hablar esta vez desde el yo, algo que el buen columnismo recomienda evitar.
Mi padre era patrón de pesca en los caladeros del Gran Sol, al sur de ... Irlanda, donde los días son negros y las olas, murallas de muchos metros que juegan a la ruleta rusa con los barcos. A mitad del siglo pasado, él fue uno de los exploradores del banco de Porcupine, una colosal montaña submarina que albergaba un tesoro: un banco de peces inagotable. La fue cartografiando artesanalmente y ese secreto –amén de muchas noches en vela en el puente, despachándose los tres paquetes de Habanos que lo mataron– le permitió construirnos una buena vida, y hasta convertirse en armador andando el tiempo. El Gran Sol, por encima del paralelo 49 al norte de Galicia, nos dio mucho y casi nos lo quita todo. No había yo nacido y ya mi padre había naufragado en un cascajo. Se salvó in extremis con su tripulación, atados a unas tablas, al borde de la hipotermia. Cada marea duraba unos dieciséis días. A veces atracaban en Irlanda para pertrecharse, en la ría de Castle Town, que ellos en su inglés comanche llamaban Castletón. Allí trabó amistad con Cornelio, un chavalín irlandés que había sido seminarista en Salamanca, pero que tenía más fe en las mujeres que en las misas. Cornelio chapurreaba algo de español y mantuvieron su amistad hasta el final. Los irlandeses le caían bien. Contaba anécdotas estupendas. También hablaba a veces de sus experiencias faenando en Canarias, o de una marea que había hecho de crío en Terranova. Ya jubilado en tierra, mi padre, comprador de tres periódicos y que hablaba a ratos en castellano y a ratos en gallego, torcía el gesto con desagrado cuando se le hablaba del emergente nacionalismo local. Entornaba los ojos y solo me decía una cosa: «Mira, Luisiño, el mundo es muy grande».
Cuando yo era pequeño existía un odio cerril entre Vigo y La Coruña, provocado por el fútbol. Para dar fe de la miseria del encono baste decir que Deportivo y Celta eran carne perpetua de Segunda. Pero aún así, los derbis se medían en sopapos. Luego la vida me llevó a trabajar tres años en Vigo. Descubrí que era una ciudad casi idéntica a la mía, La Coruña (salvo en las cuestas). En mi infancia casi nunca salíamos de Galicia. Crecí convencido de que no había lugar mejor y todavía hoy siento un afecto casi panteísta por ella. Pero cuando me fui a la universidad, a Pamplona, aquello resultó un pequeño shock . Me topé con una calidad de vida superior. Me enteré de que existía una cosa llamada urbanismo y aprendí que levantar bloques de cuatro plantas en medio de la nada no es una gran idea. Me admiró que los campesinos navarros montasen cooperativas y compartiesen los tractores. Hasta vi los primeros contenedores de basura. Allí conocí a mi mujer, una chica de San Sebastián. Y se me cayeron más tópicos. Los vascos, tan sospechosos entonces por la plaga terrorista, resultaron cumplidores, agradables y leales. A finales de los 90 me vine a trabajar a Madrid. Más tópicos hechos añicos. En seguida me sentí bien en la metrópoli, por el talante de su gente, desprejuiciada, abierta y laboriosa.
He andado de aquí para allá y siempre me he sentido en casa, con un aire de familiaridad instantáneo. Al margen de las peculiaridades locales, existía un sustrato común: el idioma español, los mismos asuntos de conversación, ilusiones y recuerdos compartidos. Eso que nos une existe desde hace seis siglos. Creo que se llama España.
Veo las cadenas humanas. Me provocan una densa y fatigada tristeza. Casi compasión.
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