EL ÁNGULO OSCURO

Cerrilismos

Juan Manuel de Prada

UNO de los espectáculos más deplorables de nuestra época, consecuencia inevitable del grado de saturación «ideológica» que padecemos (aunque llamar «ideología» al cerrilismo partidista tal vez sea excesivo), lo constituye el empeño por «interpretar» la realidad conforme a unas «ideas» preconcebidas (en realidad, automatismos que ... nos han metido en el cerebro, a modo de implantes). Por supuesto, si la realidad no se ajusta a tales ideas preconcebidas o automatismos, se niega la realidad y santas pascuas. Tales «interpretaciones» de la realidad (que son inducidas) tienen su origen en aquellos ámbitos de poder donde se ha decidido que el mejor modo de tiranizar a la gente y de esterilizar sus energías espirituales es tenerla perennemente encizañada, aun en las cuestiones más nimias (y también, por supuesto, en las cuestiones más trascendentales). Luego, a través de la propaganda, tales «interpretaciones» de la realidad acaban empapando, como una lluvia fina, la conciencia de la gente, que llega a dimitir del sentido común para ceder espacio a esa borra execrable de consignas cerriles que nos mantienen enzarzados con el vecino, la novia o el compañero de trabajo. Alguien debería preocuparse de estudiar cómo esta saturación «ideológica» se ha llegado a convertir en uno de los mayores instrumentos de dominio; y en la causa más evidente de la decadencia de las sociedades occidentales.

Una prueba de esta deplorable saturación «ideológica» la tenemos en los intentos de «interpretar» las causas del accidente de tren de Santiago: hay una interpretación que trata de cargar las tintas en la negligencia o irresponsabilidad del maquinista, que en realidad no pretende otra cosa sino exonerar de culpa a las autoridades ferroviarias (y, por extensión, gubernativas); hay otra interpretación que, por el contrario, enfatiza las deficiencias de la vía férrea o de los sistemas de seguridad que regulan la velocidad de los trenes, en un esfuerzo por caracterizar el accidente como una consecuencia inevitable de los «recortes» gubernativos. A nadie en su sano juicio (quiero decir, a nadie que no tenga las meninges destrozadas por el cerrilismo partidista) se le ocurriría extraer de semejante hecatombe ventajas para la facción o bandería política a la que se adscribe, o perjuicios para la facción o bandería adversa; y, desde luego, nadie en su sano juicio se resistiría a aceptar tales perjuicios, una vez que la investigación hubiese determinado (hasta donde una investigación puede determinar) lo que verdaderamente sucedió. Pero ya hemos comprobado que aquí no rige el sentido común: antes de que la investigación se haya ni siquiera iniciado, el maquinista ha sido crucificado por unos, mientras otros culpan a un gobierno que, en su obsesión de ahorro, llega a descuidar la seguridad de sus gobernados. Y ya los setenta y ocho muertos del accidente sólo son piedras que se pueden arrojar los unos a los otros (aunque, eso sí, ensayando mucho pucherito compungido y asistiendo a todos los minutines de silencio que se les pongan por delante).

Entretanto, la pobre gente arrasada por el cerrilismo partidista llega a creer absurdamente que si los maquinistas cumpliesen escrupulosamente los límites de velocidad o si el gobierno se gastara un pastón en mejorar la seguridad de las líneas férreas no habría más accidentes de tren. Pero accidentes seguirá habiendo; y entonces el cerrilismo partidista buscará nuevas causas. Porque en España, que es país de arbitristas, nunca nos faltarán causas peregrinas para tirarnos los muertos a la cabeza, hasta descalabrarnos.

Cerrilismos

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