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EL BURLADERO

La misión de José M.

Es muy probable que alguien se acerque a usted con una hucha. Son la gente del Domund. No piden para ellos. Piden para las misiones

Carlos Herrera

JOSÉ M. marchó hace unos puñados de años al corazón de África. Su familia había dispuesto para él una vida llena de competiciones y desafíos en los que la victoria por la excelencia estaba más que garantizada. Era despierto, ágil y resolutivo. Gozaba de don ... de gentes, su aspecto era agradable y las posibilidades de triunfo en la empresa familiar rebosaban cualquier pronóstico optimista. Lo dejó todo, lo que tenía y lo que podía llegar a tener, por acercarse a una maldita aldea en el corazón de la negritud en la que faltaba todo: el agua, las jeringuillas, los antibióticos, la calma, las matemáticas y Dios. Tras años sorteando las iras locales, las furias tribales, los olvidos civilizados y las carencias materiales, José M. edificó una escuela, un ambulatorio, una depuradora y una aldea para recoger en ella a los olvidados, a los enfermos, a los parias, a los huérfanos de la guerra, a los transeúntes y a los sumisos hijos de la nada. Dio de comer a los vagabundos, enseñó a los menores y educó a los adultos. Fue un hombre feliz que sintió que había cumplido un deber: dar lo mejor de sí por los demás. No era sacerdote: sólo un laico que creyó que su deber en el mundo estaba allá donde nadie antes había tenido el detalle de acudir. Una noche de incendio social y de odios inflamados, José M. fue asesinado por una turba que arrasó la aldea que construyó con la ayuda de las buenas personas que dejaron algún donativo en las diversas campañas caritativas que se organizaban en su país, el nuestro. Fue colgado de un árbol y abrasado después de ser rociado con gasolina. Su familia y sus amigos le seguimos llorando desconsolados. Los chiquillos de su aldea, qué decir, también.

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