MS13 y M18, pandilleros tatuados y suburbiales

Las bandas juveniles, exportadas desde Estados Unidos, suponen junto al crimen organizado el mayor desafío para la seguridad en Centroamérica

REUTERS

MANUEL M. CASCANTE

Nacieron de la guerra, de los exiliados a Estados Unidos que huían de los conflictos civiles que desangraron Centroamérica en los ochenta. Se asentaron en los suburbios de Los Ángeles para “proteger” a sus compatriotas de los “gangs” ya establecidos, en especial de los “cholos” ... mexicanos y de los negros. Jóvenes (y, también, antiguos guerrilleros y soldados desmovilizados) bien organizados y jerarquizados, violentos, crueles, despiadados… Una vez concluyeron los conflictos bélicos, muchos regresarían a su país por propia voluntad; otros, deportados por las autoridades estadounidenses. Allí, en la tierra de sus padres, implantarán su reino de terror, a menudo al servicio de los cárteles de la droga o del mejor postor: más de la mitad de los miles de asesinatos en la región tienen como responsables estos grupos.

La Mara Salvatrucha (de El Salvador y “trucha”: individuo hábil y astuto) o MS-13 (pues surgió en la Calle 13 angelina) es la más conocida de estas pandillas de adolescentes, apegados a la cola para zapatos (una forma barata de “colocarse”), quienes para formar parte de la tribu han de pasar por varios ritos de iniciación: raparse la cabeza, pelearse, fumar, beber, tatuarse (“los tres puntos locos” o las lágrimas son los más comunes entre los debutantes), ponerse un apodo relativo a su “clica” (célula, grupo de barrio), robar e, incluso, asesinar. Y someterse al brincado o brincamiento: aguantar una tremenda paliza por parte de sus compañeros o compañeras de banda (durante 13 segundos, en el caso de la Salvatrucha; durante 18 segundos en el caso de la cuadrilla rival, la M-18, que nació en la Calle 18 de L.A.). Las chicas, además, deben entregarse como objeto sexual al jefe del clan y algunos de sus lugartenientes.

El antropólogo guatemalteco Rolando Aecio sostiene que el término mara “surge en Guatemala a mediados de los años setenta, inspirado en la película”Marabunta”, cuyo argumento gira en torno al desplazamiento y ataque de ese tipo de hormigas a centros urbanos. La forma conjunta de actuar y lograr sus objetivos fue relacionada por los primeros grupos de pandilleros juveniles con esas hormigas”. Hoy, su número se eleva a unos 100.000 (según cifras oficiales) en California y otros 36 estados norteamericanos, Guatemala, Honduras, El Salvador y el sur de México. También existen algunas “clicas” en Perú y Ecuador. El 70 por ciento de los mareros habría pisado alguna vez la cárcel.

Entre las razones del auge de las maras, los sociólogos apuntan a la pobreza, el desempleo, las corrientes migratorias del campo a la ciudad, el derrumbe de la estructura familiar, la violencia doméstica, el hacinamiento en viviendas ínfimas de barrios marginales, la falta de oportunidades, de educación, de alternativas de ocio… La única opción es la calle, el barrio, la “esquina”, donde las “clicas” ofrecen a los chavales una identidad, una nueva “familia”, un argot propio, un trabajo (relacionado con actividades mafiosas de todo tipo)… En definitiva: un “futuro”.

Hasta ahora, las medidas de los Gobiernos para hacer frente al problema se han limitado, por lo general, a actuaciones policiales y al endurecimiento de las leyes. Sólo la Iglesia Católica y algunas ONG intentan crear espacios para la reinserción social de estos jóvenes.

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