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Todo puede fallar... menos la Reina Isabel II

La Monarca de los récords, de 94 años, sale del terrible 2020 con su popularidad reforzada y una aprobación del 83 por ciento que tampoco se ha visto desgastada por el endiablado proceso de divorcio del Reino Unido y la Unión Europea

Muere Felipe de Edimburgo, marido de la reina Isabel II

La Reina Isabel, en una imagen de enero de 2020REUTERS
Luis Ventoso

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En 1992, cuando llevaba «tan solo» cuarenta años en el trono, Isabel II celebró su llamado Jubileo de Rubíes con un discurso solemne. En él sorprendió al mundo poniendo de moda el latinajo «annus horribilis». Con la expresión clásica reconocía que el año le había resultado desastroso. Dos de sus cuatro hijos, Andrés y Ana, se habían divorciado. El castillo de Windsor, su residencia predilecta, se vio dañado por un grave incendio. El picante del «Camillagate» del príncipe Carlos animaba las ventas de los tabloides y Lady Diana Spencer , que no era exactamente la cándida princesa del serial de Netflix, se tomaba su venganza aventando todas las miserias de su matrimonio en una autobiografía por entregas rubricada por Andrew Morton.

Cinco años después llegaría un «annus horribilis 2», con el accidente letal de Lady Di en el túnel del Alma de París, con solo 36 años. La Reina, de la escuela inglesa de siempre, la de la contención y el clásico «labio superior rígido» , se vio desbordada por el novedoso desparrame emocional de los británicos. Un géiser de sentimentalismo desatado, alentado por el premier laborista Tony Blair, que con reflejos populistas apodó a Diana como «la princesa del pueblo». Aquel fue tal vez el momento más delicado del largo reinado de Isabel II. La soberana, hasta entonces infalible, parecía había extraviado la única fórmula que sostiene en el tiempo una monarquía parlamentaria: la sintonía entre la Corona y el pueblo.

La Reina, que es parca, pero muy larga, nunca le ha perdonado a Blair aquella celada. Los años pasan y todavía no le ha concedido ninguno de los honores con los que se distingue a los grandes estadistas británicos. De hecho, los especialistas palaciegos especulan con que se resiste a condecorar a los exprimeros ministros Gordon Brown y Theresa May para no tener que hacerlo también con Blair.

Algún cortesano ha bisbiseado que cuando le informaron del accidente de Diana, la primera reacción de su exsuegra fue tan práctica cmo desapegada: «¡Pero cómo es que nadie había repasado los frenos del coche!» Mientras las multitudes lloraban ante las verjas de Buckingham por la princesa del glamour y las revistas, la Reina, todavía en Balmoral, no permitió que la bandera del palacio de Londres ondease a media asta estando ella ausente.

Respaldo a la Corona

Pero Isabel II supo remontar el bache de popularidad que provocó su fría reacción ante aquel drama. En este año 2020 de la peste, con un Covid-19 que ha vapuleado a un Reino Unido que inicialmente infravaloró la amenaza con sueños nacionalistas de excepcionalidad, la popularidad de la Reina está por las nubes. Según YouGov, la principal firma demoscópica del país, es la figura más valorada de la Familia Real, con un 83% de aprobación y solo un 12% de rechazo , seguida por su nieto Guillermo, con un 80% de aprobados y un 15% que lo suspende. El farolillo rojo lo ostentan Meghan Markle, con un 59% de rechazo, y el Príncipe Andrés, que arrastra la grimosa sombra de su relación con Epstein y solo recibe el aprobado del 7% del público, que además desea que sea extraditado a Estados Unidos.

Pero además, un 55% de los británicos consideran que la monarquía es «buena para el Reino Unido» , frente a un 27% que la rechaza. Ese éxito guarda también relación con la lealtad de los partidos del «establishment» hacia la forma constitucional de Gobierno, incluidos los separatistas escoceses. En el Reino Unido sería inimaginable lo que ocurre en España, donde un partido que cogobierna y está obligado a respetar la Constitución mantiene desde el poder una campaña contra la Corona.

Isabel II es la mujer más fotografiada de la historia, pero jamás ha concedido una entrevista. Lleva 68 años en el trono y 73 de matrimonio con el peculiar Felipe de Edimburgo, de 99, al que adora y alguna vez ha presentado en público como «mi sostén». Elizabeth Alexandra Mary, apodada «Lilibeth» en su hogar, nació el 21 de abril de 1926, solo dos años después del estreno de la primera película del cine sonoro y ha visto desfilar ya a 14 presidentes de Estados Unidos. Cuando fue coronada, el 2 de junio de 1953, el Reino Unido, exangüe todavía por el esfuerzo bélico, mantenía la cartilla de racionamiento para el azúcar y solo el 15% de los hogares poseían nevera. La Reina procede de otro planeta, de un país muy diferente. Es hija de una era donde simplemente «uno cumplía con su deber» . Su avanzadísima edad, esos estupendos 94 años de la hija de una Reina Madre que llegó a los 102, no son vistos como un inconveniente por parte de los británicos. A la pregunta de si debe abdicar y dejar paso a Carlos –o a Guillermo, que es lo que preferiría el público llegado el caso–, un 56% responde que «no». Solo el 24% desea que Isabel II se retire.

Concluir el año con su popularidad en máximos y con un gran apoyo para la monarquía es un hito meritorio, porque 2020 no ha resultado un paseo para la Corona. El primer contratiempo llegó el 8 de enero, cuando los duques de Sussex, Harry y Meghan, anunciaron sorpresivamente en Instagram su intención de «dar un paso atrás», renunciando a sus roles reales y mudándose a Norteamérica. De inmediato se organizó una cumbre familiar en Sandringham, el inmenso latifundio de la Reina en el Noreste de Inglaterra, donde pasa siempre las navidades. Acudieron la soberana, el Príncipe Carlos y los hermanos William y Harry. Tras aquel encuentro, Buckingham emitió un comprensivo comunicado de Isabel II, donde expresaba su «apoyo» a su «deseo de una vida más independiente». Además, la Reina recalcaba que Harry y Meghan «serán siempre miembros muy queridos de mi familia» . Lo cierto es que la espantada del que probablemente era su nieto favorito –y por momentos la figura más valorada de la Casa Real– sentó mal a su abuela. A finales de marzo, Harry y Meghan ya estaban fuera de «The Firm» (como se llama la Familia Real a sí misma), despojados de todo papel de representación de la Corona y privados del uso de sus títulos. Asentados en California, donde compadrean con su vecina Oprah Winfrey y se prodigan en las redes, la pareja acaba de estrenar un podcast y han firmado un millonario contrato con Netflix para grabar un programa documental «inspiracional para las familias».

El segundo golpe del año para la Reina fue el que hemos sufrido todos, la irrupción de la pandemia, con dos contagios en la familia: Carlos y su hijo Guillermo. El 19 de marzo la Reina fue fotografiada en su berlina saliendo de Buckingham rumbo a Windsor. Sentados al lado de la soberana, que como buena inglesa adora a los animales, iban sus dos últimos corgis supervivientes, Candy y Vulcano. Isabel II ponía rumbo a una burbuja de protección preparada para ella en Windsor, el mismo lugar donde fue refugiada junto a su hermana Margaret en 1940 ante la embestida alemana. Hoy continúa en el castillo. Allí vive sola con su marido y el staff mínimo imprescindible , a fin de evitar el contagio de la pareja de nonagenarios. Los británicos no volvieron a tener una fotografía de su Reina en público hasta el 1 de junio, cuando a sus 94 años se dejó ver cabalgando a lomos de un poni de catorce años por los jardines de Windsor, con pañoleta floral, americana verde y guantes blancos que sujetaban con firmeza las riendas.

Laboriosidad y deber

La Reina viste siempre en público con colores chillones, «porque para ser creíble tengo que ser vista». Durante años y años, cada semana se ha pateado la otra Gran Bretaña, la de lluvia y olvido, la alejada del brillo metropolitano de Londres, donde bajo su paraguas transparente de la casa Fulton inauguraba funciones benéficas, o visitaba bibliotecas, hospitales, parques de bomberos. Discreción a rajatabla, laboriosidad y sentido del deber. Esas son las claves de su éxito, pues para perdurar hoy una monarquía debe asentarse sobre la historia , la ejemplaridad y el trabajo bien hecho (y también, por qué no, unas gotas de la atractiva aureola de misterio que confiere una bien medida lejanía). En 2019, la nonagenaria soberana todavía mantuvo 295 compromisos públicos, superando a sus hijos y nietos. En el año de la pandemia han caído a 133, de los que 71 han sido mediante teléfono y vídeollamadas.

Pero Isabel II no estuvo parada. Nunca ha hablado tanto a su pueblo como en este 2020, en el que ha pronunciado tres discursos. Alocuciones marcadas por llamadas a la esperanza, elogios patrióticos del carácter inglés y una olímpica ignorancia del espinoso tema Brexit. En 2014, a las puertas del referéndum escocés, la Reina se cuidó de mandar un mensaje críptico, pero evidente, a favor del voto unionista . A la salida de una misa en Sandringham señaló en una sola frase que los británicos deberían «pensar muy bien lo que votan». Con ese guiño quedó totalmente clara su posición. Cameron, siempre indiscreto, cotilleó más tarde que tras la victoria del «no» a la independencia escocesa, «ella ronroneó de placer cuando la llamé para comunicarle el resultado».

Pero su posición sobre el Brexit nunca ha trascendido explícitamente. No ha querido comprometer su obligada neutralidad constitucional en un tema tan divisivo para la sociedad británica. Durante la campaña del referéndum de 2016, Palacio presentó una insólita queja formal contra el tabloide de Murdoch, «The Sun», por haberla presentado en portada como partidaria del Leave. Unos meses antes ofreció un discurso apoyando el concepto de una Europa unida, pero de una manera muy genérica. El bando brexitero ha dado por descontado que está con ellos, pero no está claro. Tampoco dónde tiene su corazón político. Se sabe que el primer ministro con el que más congenió fue el laborista Harold Wilson y que la señora Thatcher se le atragantaba . Pero a la hora de conceder los grandes honores reales, como las órdenes de la Jarretera, el Cardo y los Compañeros de Honor, durante su reinado ha primado a los tories sobre los laboristas en una proporción de 5 a 1.

La Reina ha logrado en 2020 cuotas de audiencia televisiva que últimamente se le escapaban. Su discurso de abril sobre la pandemia lo vieron 24 millones de británicos y el de Navidad ha sido el más seguido de los últimos 18 años . Además, habló también a la nación el 8 de mayo, para conmemorar el 75 aniversario del V Day, la victoria contra los alemanes. Allí apareció con una foto de su padre, el Rey Jorge VI, sobre la mesa de su despacho y citó los versos del «Nos volveremos a ver» de Vera Lynn, la artista que adoraban las tropas inglesas durante la Segunda Guerra Mundial.

El humor, incluso el más irreverente, nunca falta entre los ingleses. La propia Reina, que gasta una sorna acreditada, subió muchos enteros cuando en los Juegos de Londres de 2012 se prestó a la humorada de simular un descenso en paracaídas sobre el Estadio Olímpico del ganchete del mismísimo James Bond, el actor Daniel Craig. Estas navidades, Channel 4, el canal más moderno de la televisión pública, ofreció un falso y mordaz discurso de la Reina, un «deepfake» casi perfecto donde la soberana rajaba sobre Meghan, Harry y el Príncipe Andrés y hasta se marcaba un bailecito de TikTok.

Diversidad y creencias

Sin llegar a tanto, el discurso verdadero de la Reina también tuvo su sorpresa, con carga de profundidad para Harry y Meghan, que desde Estados Unidos han dado a entender que la Corona les impedía expresar su apoyo a la causa de la diversidad y que el racismo imperante en Gran Bretaña había frustrado la integración de la Duquesa de Sussex. Isabel II, que sabe que su país ha cambiado, sorprendió con una defensa de los valores de una sociedad diversa. Aunque lo hizo a su modo, partiendo de la parábola evangélica del buen samaritano: «Independientemente del género, la raza o nuestros orígenes , cada uno de nosotros es especial e igual que los demás a los ojos de Dios».

Isabel II es una mujer profundamente religiosa y la cabeza nominal de la Iglesia de Inglaterra , una institución de capa caída. El Reino Unido es hoy uno de los países más descreídos del mundo, solo el 27% de la población dice creer en Dios. La asistencia a las iglesias anglicanas ha caído tanto que ya se sopesa qué hacer con algunos templos ahora vacíos. En ese contexto, en su discurso de Navidad de este año por primera vez se refirió también a las fiestas religiosas de judíos, musulmanes, hindúes y sijs. Pero al tiempo apareció vestida de rojo chillón en la escalinata de Windsor, junto a Carlos, Camila, William y Kate, para escuchar villancicos cristianos cantados por voluntarios del Ejército de Salvación. En su mundo hay avances, pero siempre sutiles y sin perder el pie anclado en la tradición.

El último contratiempo del año fue tan chusco como sonado: la polémica por cómo contó la cuarta temporada de «The Crown» la relación tormentosa de Diana y Carlos –retratado como un villano jorobado y ruin– y la de la Reina y Thatche r. Los historiadores detectaron reiterados falseamientos de los hechos. Peter Morgan, el guionista de la serie, hubo de reconocer que «The Crown» es «un acto de imaginación creativa». El ministro de Cultura, Oliver Dowden, terció en la polémica exigiendo a Netflix un rótulo al arranque de cada capítulo aclarando que se trata de una obra de ficción . El problema es que la serie ha sido vista por más de ochenta millones de personas en todo el planeta, y para las nuevas generaciones que no conocieron los hechos es palabra de ley. ¿Ven los royals «The Crown»? El Príncipe Guillermo respondió en una gala de cine a Olivia Colman, la actriz que encarna a su abuela, que «no». Pero algunos cortesanos sostienen que Isabel II le echó un ojo a la primera temporada en una de las cenas que suele mantener con su hijo Eduardo y que no le desagradó.

Sin plan de abdicación

En 2009, el piloto Lewis Hamilton fue nombrado Miembro del Imperio Británico. En una comida de gala en Buckingham el protocolo lo sentó a la izquierda de la Reina. Rápidamente, Hamilton comienza a monopolizarla con su verborrea. «No –lo detuvo ella con una sonrisa amable–, ahora usted hablará con quien tiene a su izquierda y en el siguiente plato, yo hablaré con usted». Esa es Isabel II, protocolo, respeto y una proximidad cordial, pero distante. Sus amigos aseguran que «jamás, en ningún momento, deja de ser la Reina». Aunque Rowan Williams, anterior arzobispo de Canterbury, reveló que « en privado es enormemente divertida» , sus detractores le afean que «no tiene personalidad» y que su éxito radica «en no hacer nada». Tal vez sea una forma de elogio tratándose de una monarca constitucional. Cada día, la anciana Isabel II dedica tres horas a leer documentos oficiales, que va archivando en sus famosas cajas rojas. Una rutina que cobra su único sentido en que la ejecuta ella. El deber continuado acaba nutriendo el alma de la institución.

Isabel II, que nació por cesárea en un piso de Burton Street, en el Mayfair londinense, no estaba llamada a ser Reina. La abdicación de su tío, Eduardo VIII, por sus devaneos filonazis y su obsesión por la complicada señora Simpson, cambió su destino. Tenía once años cuando su padre fue coronado y 25 cuando le comunicaron que Jorge VI había muerto. Estaba en Kenia y era una chica guapa y risueña, de 1.63 de talla, ojos azules y gustos deportivos, que ese día vestía unos vaqueros. Ya nunca más se pondría unos jeans. Reina por azar, cree firmemente que fue un mandato de Dios y en su concepción del mundo de un deber así no se puede abdicar . Habrá Reina hasta el último aliento.

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