Así defenestró EEUU al genio que se arrepintió de crear la bomba atómica: «Fue una farsa, murió triste y acusado de comunista»
La biografía en la que se basa la película 'Oppenheimer' desgrana cómo el FBI y la Casa Blanca iniciaron una caza de brujas contra el genio que maldijo su mejor invento
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Iniciar sesiónComo Prometeo, Robert Oppenheimer entregó el fuego divino a los mortales para, después, ser castigado de forma inmisericorde por ello. El padre de la bomba atómica, el héroe aclamado en la Segunda Guerra Mundial tras haber doblegado al coloso nipón a golpe de ... fisión nuclear, padeció un auténtico viacrucis en los años cincuenta a cuenta del mismo gobierno que lo había encumbrado. Sobre el papel, el Macartismo arremetió contra él por su pasado comunista; bajo la alfombra, la razón era más turbia. «Fue una farsa, un juicio de patanes en el que le humillaron personal y profesionalmente. Le condenaron para quitárselo de en medio por haber llamado al control del armamento atómico».
El que habla al otro lado de la pantalla es el columnista e investigador Kai Bird; lo hace desde Estados Unidos, su tierra natal, y seguro de las acusaciones que vierte contra el proceso al que tuvo que hacer frente el genio de la fisión. Aquello fue una ópera bufa, y se niega a apearse del argumento por muchas repreguntas que haya. No se le puede criticar la convicción, pues tanto él como su colega, el historiador Martin J. Sherwin -fallecido en 2021-, alumbraron en 2006 la biografía definitiva sobre el padre de la bomba atómica; un ensayo que llega a España por primera vez bajo el título 'Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer' (Debate) y que fue galardonado hace quince años con el Premio Pulitzer.
Bird no hace prisioneros, pero ni su carácter ni la seriedad del tema evitan que le cambie el rostro al escuchar una de las primeras preguntas: «¿Qué opina de los historiadores que escriben sus obras en un año?». El asombro torna en carcajada, pues ellos escudriñaron los archivos durante un cuarto de siglo para engarzar su ensayo: «No me lo puedo imaginar. He publicado seis biografías y una memoria, y mi media ha sido de un lustro por libro». Lo inédito cuesta, pero también se valora. Los documentos y el centenar de familiares y amigos de Oppenheimer a los que el binomio entrevistó se han convertido en el caballo de batalla de Christopher Nolan. «La película 'Oppenheimer' se basa en el libro, y solo puedo decir que será espectacular», confirma. Tocamos madera.
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Pero toda buena historia tiene un comienzo, y el de Oppenheimer fue en el EEUU de 1904. El mito nos lo ha presentado como un chico que amaba las ciencias y las letras; un portentoso estudiante cuya mayor tara eran los ataques depresivos que le persiguieron a lo largo de su vida. Bird está de acuerdo en parte: «Solo era un hombre sensible y de contrastes. Estaba especializado en física, pero le encantaba la poesía francesa, leer novelas de Hemingway y estudiar el sánscrito». El problema es que algunos historiadores, esos que dedican poco a hacer sus libros, no han sabido ver que se convirtió en un adulto estable con pasión por su trabajo a pesar de sufrir una fuerte crisis emocional en su juventud.
De héroe
Más claros están sus escarceos con el comunismo al calor de uno de sus grandes amores: Jean Tatlock. Pero lo suyo con esta ideología no fue más que un noviazgo fulgurante nada extraño entre los jóvenes liberales partidarios de las políticas fomentadas por el New Deal. «Dio dinero al partido, asistió a manifestaciones contra la segregación en las piscinas públicas, consiguió que se enviara una ambulancia a la República española... Pero no fue un rojo, fue, como mucho, un rosa», añade.
Prometeo americano
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Años después le empezó a ir bien. Oppy, como le llamaban sus amigos, se casó con Kitty y se convirtió en uno de los mayores expertos en física teórica del país. Así, hasta la llegada del bombardeo de Pearl Harbor. Oppenheimer, ya con 39 años, ascendió entonces al Olimpo de los científicos cuando fue seleccionado para dirigir el Proyecto Manhattan, el diseño de la bomba atómica que debía terminar con Japón. O eso nos han contado. «La tragedia es que la creó para adelantarse a los nazis, pero no fue lanzada contra ellos», desvela Bird.
Serio, y tras un sorbo de café ya habitual cuando se zambulle en temas espinosos, el autor presenta un argumento que sabe controvertido: «Martin y yo sostenemos que los ataques de Hiroshima y Nagasaki fueron una muestra de fuerza. Japón quería rendirse desde hacía meses y solo estaban pendientes algunos flecos». A pesar de ello, la idea general es que los bombazos empujaron al Emperador a hincar la rodilla.La historia podría haber acabado aquí. Final feliz y aquello de comer perdices.
A villano
Pero su sensibilidad natural le costó la vida profesional. El científico más célebre del planeta, cuya cara había aparecido en las revistas Time y Life, se reunió con Truman y fue sincero sobre sus sentimientos: «Señor presidente, tengo las manos manchadas de sangre». No pudo soportarlo; los recuerdos le atenazaban. «Su secretaria personal, a la que entrevistamos, nos confirmó que se lamentaba una y otra vez por la muerte de 'aquella pobre gente'», completa Bird.
Tras entender la barbarie que se había desatado en Japón, inició una campaña pública para fomentar el control de las bombas atómicas e impartió una serie de conferencia por toda Europa en su contra. «Es un arma para agresores. Sus elementos de terror son intrínsecos», repetía. El colmo fue su crítica frontal a la creación de la bomba de hidrógeno, el curalotodo con el que Truman pretendía mantener a raya a la Unión Soviética. Aquello fue demasiado para la Casa Blanca y para sus perros de presa, J. Edgar Hoover -director del FBI- y Lewis Strauss -presidente de la Comisión de Energía Atómica-. «Hubo una conspiración para hundirle», explica el autor. Y, de paso, bebe un sorbo de café... Viene algo gordo: «Le persiguieron, le tildaron de espía por su pasado político comunista y sostuvieron que había que arrebatarle su pase de seguridad».
El mascarón de proa de la acusación fue un informe de más de 8.000 páginas que, desde 1940, había elaborado la policía secreta norteamericana en su contra mediante escuchas ilegales y seguimientos de sombrero y periódico. El proceso contra Oppenheimer comenzó en abril de 1954. «No puedo creer lo que me está pasando», se lamentó el científico. Pero era real. Durante tres semanas y media, tuvo que aguantar que fiscales sin escrúpulos le tildaran de «amenaza para la seguridad nacional». En total, se enumeraron hasta 34 cargos absurdos que pretendían acabar con él sin remilgos. Según Bird, incluso soportó estoico cómo desvelaban delante de su mujer que había mantenido varios encuentros sexuales con Tatlock después de casarse: «Hubo una humillación personal y profesional; una caza de brujas premeditada».
Sus amigos más cercanos le aconsejaron que se marchase, pero su respuesta fue sincera: «¡Joder, es que amo este país!». Al final, pasó lo que toda la nación esperaba: se le declaró una amenaza, se le arrebataron sus privilegios y quedó señalado para siempre.
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Su último gran viaje lo hizo a las Islas Vírgenes, hastiado del mundo, harto de injusticias. Y así pasó sus días hasta morir en 1967. Al final no le fue mal. Varios amigos con influencia política le rehabilitaron y Kennedy le agasajó con un premio dotado con 50.000 dólares. Pero, para él, el mal ya estaba hecho. Y para la sociedad en general, también, ya que inauguró el miedo a una era de científicos serviles. Bird lo sabe bien: «La sociedad ha reaccionado y no se fía de los expertos. No hay más que ver las críticas hacia las vacunas. Es una pena».
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