El misterio tras la ciudad subterránea secreta construida por la URSS contra la debacle nuclear
En 1957, ABC informó de que el régimen soviético barruntaba la posibilidad de edificar ‘N. B. 123’, una colosal urbe bajo la tierra a la que escaparía el Gobierno en caso de guerra atómica
«¡Duck and cover!»: el gran engaño de EE.UU. para evitar el caos ante el holocausto nuclear

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Los cincuenta fueron los años del terror nuclear. En Estados Unidos, a los niños se les aleccionaba con las medidas a tomar –el popular ‘¡Duck and cover!’, o ‘¡Agáchate y cúbrete!’– por si una bomba caía en su ciudad. Y eso, por poner solo un ejemplo. Aunque dónde se vivía una paranoia mayor era al otro lado del globo, en la Unión Soviética. El Kremlin, enemigo de las barras y estrellas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, sentía la espada de Damocles sobre su cabeza en forma de bomba atómica. Cualquier momento parecía idóneo para emular Hiroshima y acabar con la ‘Fat Man’ de rigor sobrevolando Moscú.
+ infoEn mitad de aquella tensión nuclear, con las tuercas a punto de estallar por la presión política, cualquier cosa era posible.
Y entre ellas, algunas tan rocambolescas como la edificación de una gigantesca ciudad subterránea en algún lugar oculto de la URSS; una idea que se replicó en los medios nacionales e internacionales y que la revista ‘Blanco y Negro’ recogió en sus páginas el 13 de julio de 1957 de la mano de Frank Reschitzer. El titular resulta bastante descriptivo: ‘¿Dónde está situada N. B. 123, la gran capital secreta y subterránea soviética para caso de guerra atómica?’. La posibilidad era remota, de eso no hay duda, pero los testimonios de su diseño eran tantos que parecía imposible no hacerse eco.
Vieja ciudad
Reschitzer comenzaba el artículo señalando que el «objetivo número uno de los servicios de información norteamericanos en 1957» no era saber nimiedades como hasta qué punto tenía la URSS desarrollada la bomba atómica, sus posibles reservas de cabezas nucleares o la operatividad de estas. «Los sabios norteamericanos están más o menos al corriente de esto», explicaba. Su verdadera pelea era otra: «averiguar el emplazamiento exacto de la nueva capital subterránea soviética». Y decía «nueva» con conocimiento de causa, pues declaraba que ya había sido construida otra urbe de esta guisa entre 1947 y 1948 por orden del Camarada Supremo Iósif Stalin.
+ info«Ha sido excavada a unos 500 kilómetros de Moscú, llevando en ciertos documentos, y no se sabe por qué, la denominación ‘S. II’», añadía el artículo. Sin embargo, Reschitzer estaba convencido de que, durante la Guerra de Corea, los rusos se dieron cuenta de que, «por razones tanto estratégicas como geográficas, el lugar no era muy cómodo para trasladar allí, en caso de necesidad, al Gobierno y al cuartel general del Ejército». Aunque el mayor problema de todos los que se encontraron fue que los Estados Unidos se enteraron del emplazamiento exacto del «refugio secreto» gracias a sus servicios de espionaje. Aquello obligó al Kremlin a pensar en una nuevo enclave.
«Hoy, cuando al peligro atómico propiamente dicho se añade el de los cohetes teledirigidos, el carácter secreto de una capital provisional se hace absolutamente obligatorio. A partir de 1954, aunque en aquel momento se hablase mucho de coexistencia pacífica, Moscú se lanzó a la búsqueda de un nuevo emplazamiento», informaba ‘Blanco y Negro’. En realidad, cuadraba. Valga como ejemplo que, durante los años cincuenta, la URSS edificó una serie de búnkers subterráneos en las afueras de la capital para garantizar la seguridad de los gobernantes; entre ellos, el Número 42 –de 7.000 metros, junto a la estación de metro Taganskaya– o uno destinado al mismísimo Stalin, excavado cerca del metro Izmailovskaya y conectado al Kremlin a través de un túnel subterráneo.
Tras la pista
A partir de ahí comenzaba la ristra de pruebas, o presuntas evidencias, que demostraban que la URSS había iniciado la construcción de la capital secreta. La primera eran supuestos testigos. «Prisioneros alemanes liberados en 1955 y 1956 revelaron que su mayor pánico en los campos de concentración había sido el de ser conducidos a unos misteriosos trabajos subterráneos en Siberia», desvelaba ‘Blanco y Negro’. Los mismos reos desvelaron que no eran «ni minas de uranio, ni fábricas atómicas». Según declararon, los reclutadores les habían animado a trabajar allí una y mil veces: «El clima es sano y agradable, e incluso gozaréis de cierta libertad y seréis liberados después, cuando hayáis pasado allí un año y medio o dos años».
Pero la triste realidad es que nadie regresó de esos trabajos infernales y que los presos, en consecuencia, se abstuvieron de presentarse voluntarios. El suyo era el caso más sangrantes y cruel, pero no el único. En palabras de Reschitzer, era imposible conocer el emplazamiento debido a que «cualquier técnico, tanto soviético como extranjero, que hubiese trabajado en el lugar habría sido conducido hasta allí en un avión sin ventanillas». El único momento en el que podrían haber visto algo habría sido durante una escala obligatoria, pero en la misma no se les permitía salir del aparato. «Además, se aterrizaba en un aeródromo cercano situado en medio de un bosque, donde se encontraba también la entrada a la ciudad», completaba ‘Blanco y Negro’.
+ infoAsí que, en la práctica, lo único que se sabía era el nombre de la ciudad en cuestión –N. B. 123– y que estaba ubicada «alejada quizá más de varios centenares de kilómetros de cualquier fábrica o aglomeración urbana con el único fin de escapar a toda posible identificación». Reschitzer confirmaba también que Estados Unidos había hecho todo lo posible por hacerse con los servicios de dos ingenieros austríacos, uno de los cuales se había presentado bajo el nombre de ‘Fazekas’, desde noviembre de 1956. «Son los especialistas húngaros más acreditados en refugios y otras construcciones subterráneas, que habían elaborado, entre otros, los planos de la villa ‘blindada’ de Rakosi y los del refugio subterráneo del Ministerio de la Guerra de Budapest».
El último punto en el que incidía el periodista de ‘Blanco y Negro’ era que sabía de buena tinta que los servicios de información norteamericanos pagarían cualquier precio por saber el emplazamiento de la N. B. 123. «Se ha lanzado la cifra astronómica de diez millones de dólares, 40 millones de pesetas, como pago por cualuiqer informe. Y la cifra no está probablemente nada exagerada». Parece que no les fue bien ya que, más de seis décadas después, la incertidumbre planea todavía sobre esta supuesta ciudad secreta soviética.
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