Bravuconadas de los españoles: las respuestas más fanfarronas de los Tercios de Flandes
Bourdeille decía que «las fanfarronadas españolas superan a las de cualquier otra nación, tanto que la nación española es brava, bravucona y valerosa»
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Iniciar sesiónEl soldado, viajero y escritor Pierre de Bourdeille escribió diversos libros sobre su tiempo y sobre las virtudes de la potencia hegemónica de entonces. Este aventurero francés admiraba por muchas razones el carácter español y dedicó un texto a lo que él llamó las ... 'Rodomontades Espaignolles', que se ha traducido de forma poco precisa como 'Bravuconadas de los españoles'. Y es que «rodomontade» no tenía el significado negativo que le vincula hoy a fanfarronería, sino que se entendía a cuando la altanería de palabra y acción se acompañaba de ingenio y agudeza.
De ahí que al inicio de su texto Bourdeille proclame que «las fanfarronadas españolas superan a las de cualquier otra nación, tanto que la nación española es brava, bravucona y valerosa, y de genio vivo y hábil para improvisar frases con ingenio».
«Mi espada cada paso daría prisa a sacarla fuera»
Un ejemplo de estas contestaciones bravuconas, recogida por Bourdeille, es la que él mismo escuchó durante el socorro de Malta, cuando Felipe II envió en 1565 una flota al rescate de la isla cristiana, defendida por la Orden de San Juan ante las acometidas del Imperio otomano. Al preguntar a un soldado español especialmente discreto sobre cuántos efectivos había mandado el monarca español para romper el asedio, contestó: «Señor, yo lo diré: hay tres mil italianos, tres mil tudescos (alemanes) y seis mil soldados». Dada la superioridad de la infantería española en aquellos siglos, el fanfarrón español no consideraba a los italianos y a los alemanes soldados, solo a los seis mil españoles.
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En 'Bravuconadas de los españoles' se cita otra conversación de Bourdeille con un bravo soldado gascón, aunque españolizado, que mantuvo en la corte de Madrid. Como iba sin espada, el francés interrogó al soldado por la razón de pasearse de esa guisa por las peligrosas calles madrileñas: «Porque mi espada está tan carnicera que a cada paso daría prisa a sacarla fuera; y, sacada una vez, no haría otra cosa que carne y sangre». Y es que la escuela de esgrima española, la Verdadera Destreza (un método global de lucha con espadas con un fuerte componente matemático, filosófico y geométrico), hacía de los castellanos los más habilidosos esgrimistas de Europa. Se les temía, sin duda.
Las bravatas de esta clase resultan un elemento habitual en los ejércitos de todos los tiempos y una forma de desviar tensión durante situaciones extremas. Tras recorrer las ardientes y estériles arenas de Túnez, camino a tomar La Goleta, durante la ofensiva de Carlos V en 1535, un joven soldado español exclamó, asustado al ver aparecer a miles de enemigos: «¡Jesús! ¿Y con tantos Moros hemos de pelear?». Al momento le reprendió un veterano que marchaba a su lado: «Calla, bisoño; a más gente y moros, más ganancia y gloria».
«Lo enviaré dos o tres leguas hacia arriba»
Otro soldado español para jactarse de su fuerza aseguró, como si fuera Bud Spencer en una de sus terribles películas cómicas, que «en tomando a un hombre, dándole un puntapié, lo enviaré dos o tres leguas hacia arriba; y antes que vuelva, quiero que pase un año». Y si bien la exageración constituye buena parte de la esencia de estas «bravuconadas», lo que más admiración causó a Bourdeille cuando realizó su estudio es que las palabras estaban casi siempre respaldas por hechos grandiosos y personajes fuera de lo común.
Las «rodomontades» eran cosa de los soldados, pero también de cualquier español con lengua afilada. Cuenta el cronista francés que un franciscano visitó la corte portuguesa cuando se celebraba con gran algazara el aniversario de la batalla de Aljubarrota, una desastrosa derrota castellana acontecida a finales de la Edad Media. El Rey portugués preguntó al español si en Castilla se celebraban también fiestas tales por semejantes vencimientos. «No se hacen, porque son tantas las victorias nuestras, que cada día sería fiesta, y morirían los oficiales [artesanos] de hambre».
En otra ocasión un soldado español retó a duelo a un noble italiano. No siendo de su mismo linaje, el italiano envió al envite a su mayordomo. «Yo lo otorgo porque, por muy ruin que sea, será mejor que vos», contestó el español con mala leche. Caso parecido, pero a la inversa, al de un noble castellano que queriendose batir con un soldado de un linaje muy bajo, lo que estaba explícitamente prohibido en Castilla, aseguró que estaba dispuesto a rebajarse la sangre: «Decidle que me hago de tan ruin linaje como el suyo, y que se salga a matar conmigo a tal parte».
«Haga trasquilar el hermano tuyo don Fernando»
La picaresca también estaba muy presente en estas bravatas recogidas por Pierre de Bourdeille. Un joven pícaro con bigote y una barba espesa respondió a los que preguntaban cómo tenía, siendo un adolescente, tanto mustacho: «Estos bigotes fueron hechos al humo del cañón, por eso crecen tan grandes y tan presto».
Otro soldado, al estilo del ciego del 'Lazarillo de Tormes', iba golpeando y reprendiendo a su paje: «¿Dí, bellaco, cuantas veces te he mandado que no andes a cada paso publicando mi valor; porque, oyéndolo las mujeres no se pierden por mí, de suerte que más me cuesta mostrarlas la magnificencia de mi ánimo, que no en tomar ciudades y matar enemigos?».
«Estos bigotes fueron hechos al humo del cañón»
Eran, no obstante, tropas que no se dejaban toser por nadie, ni por reyes ni por papas. Revisaba un día Carlos I de España su campamento en la guerra de Hungría, acompañado de su hermano y futuro heredero, Fernando, cuando escuchó a un soldado decir bien alto: «Sacra Magestad, os doy mis pagas, y haga trasquilar el hermano tuyo don Fernando». Una referencia al peinado pasado de moda del hermanísimo, que seguía la moda de su abuelo fallecido Fernando El Católico de largos cabellos separados sobre la frente como una ventana gótica. Carlos se limitó a reír por la osadía del soldado y desistió de castigarlo, pues, según Bourdeille, el Emperador «quería tiernamente a sus soldados españoles, como a sus hijos» por lo que les consentía aquellos desmanes siempre y cuando no fueran a más. En cierta ocasión un soldado le gritó cuando pasaba revista: «Váyase al diablo, bocina fea, que tan tarde es venido que todo el día somos muertos de hambre y de frío». También a él le perdonó, aunque la prominencia de su mandíbula le acomplejaba desde niño.
En este sentido, estando Francisco I de Francia prisionero en Madrid, el Monarca intentó sobornar a Hernando de Alarcón, capitán de la guardia que le vigilaba; y él contestó: «No quiera Dios que estas mis canas, nacidas al servicio de mi Rey, las manche yo por todo el oro del mundo».
«Un tan gran bellaco como vos»
Un juez español condenó a un hombre a la horca, y el reo le espetó furioso que se parecía a Pilatos por cometer tal injusticia. El juez mejoró la respuesta: «A lo menos, no lavaré mis manos, para condenar un tan gran bellaco como vos».
Y precisamente antes de ser ejecutado, narra Bourdeille, que Francisco de Carvajal, «el demonio de los Andes», un conquistador del Perú que se rebeló contra la Corona junto a Gonzalo de Pizarro, todavía tuvo tiempo de lanzar una última bravuconería. El hombre que dio lugar al dicho «más fiero y cruel que Carvajal» fue visitado en la víspera de su muerte por el capitán Centeno, su rival en los campos de batalla. Centeno preguntó si es que no le reconocía, pues Carvajal fingía que no le había visto en toda su vida. «¿Cómo te podía yo reconocer, que nunca te ví por la delantera, sino por la trasera?», contestó desafiante «el demonio de los Andes», dándole a entender que siempre le había rehuido los combates.
Para los soldados de los Tercios españoles, vivir con deshonra era mucho más caro que morir con valor. En cierta ocasión el marqués de Pescara respondió a los que le pedían que no siguiera corriendo más peligroso en batalla que: «De buen grado obedecería, o siquiera muy fiel este consejo saludable si me persuadierais cosa tan honrosa quanto segura; antes quiero yo que me lloren mis amigos muerto con honra, que yo llorar afrentosamente con vida infame en mi casa tantas muertas de tan grandes capitanes». No es de extrañar que ese día, en la desastrosa batalla de Rávena, acabara prisionero de los franceses. Recobró su libertad a cambio de un rescate y la promesa de no combatir nunca más contra Francia. Claro está que no estaba por la labor de cumplir esta promesa.
«¿Cómo te podía yo reconocer, que nunca te ví por la delantera, sino por la trasera?»
El precio de tanta temeridad era frecuentemente el acabar con el cuerpo lleno de cicatrices. Un soldado español con media docena de heridas y arcabuzazos por el cuerpo, una en el sitio de Perpiñán, otra en la Goleta, Túnez, la tercera en Cerisola, la cuarta en un encuentro en Piamonte y la quinta en la reconquista del Casal. De la sexta era responsable «un bujarrón italiano, que me pesa más que todas –contaba el militar–, porque luego que me dio, huyó, y escapó de mis manos, de tal manera que no le pude alcanzar; y se tiene tan secreto y escondido de mí, que hay dos años que le voy buscando, sin poder hallarle. Mas, vive Dios que si yo le topo, aunque fuese entre los brazos de Beelzebub, yo le daré tantos palos a la turquesca, que yo le haré morir buen mártir».
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El bravucón que respaldaba con hechos de armas las palabras ingeniosas eran admiradores, no así los que solo lanzaban bravatas. A un gentilhombre toledano que amenazaba, una y otra vez, con irse a América a vivir una gran aventura, pero nunca se iba; en una ocasión le reseñaron de forma cómica sus compatriotas que portara un sombrero repleto de plumas: «No es posible que no se vaya ahora este virote, pues que está tan bien emplumado». Todo ello aludiendo al virote o flecha de la ballesta, el cual se dispara mejor cuando está bien emplumado.
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