Guerra Civil
El batallón de Franco fulminado por una ola de calor en la batalla del Ebro: «Caían desmayados»
VERANOS DE LA HISTORIA
A principios de agosto de 1938, durante la ofensiva republicana en Aragón, un alférez médico del bando sublevado vio cómo decenas de soldados caían redondos afectados por las altas temperaturas
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Milicianos republicanos cruzando el río Ebro
El alférez Carlos Martínez de Tejada no había visto nada igual durante sus años como médico; y vaya si había visto locuras. Por entonces marcaba el calendario principios de agosto de 1938 y sus chicos del 13 Batallón de Infantería correteaban a la caza ... de los republicanos que habían cruzado el Ebro un mes antes. Era otro día de guerra; uno más en el que el sol les machacaba como otras tantas veces. Sin embargo, y según escribió el militar, aquella jornada la temperatura fue más letal que el Ejército Popular: «Un golpe de calor afectó en pocos minutos a casi toda la totalidad del batallón». Uno a uno, sus compañeros «cayeron fulminados» entre «convulsiones y espumarajos en la boca».
Para que digan ustedes de las altas temperaturas de este verano, a pesar de contar con aire acondicionado y algún que otro helado...
Camino a la batalla
Martínez no llevaba mucho por aquellos lares. Su unidad había sido desplegada a la carrera en el frente del Ebro una semana antes para reforzar la maltrecha línea sublevada. Las tropas a cargo de Juan Yagüe habían contenido el avance de los republicanos, pero aquello era una sangría. «Fuimos trasladados rápidamente desde Castuera (Badajoz) a la batalla. El 28 de julio llegamos a la estación, pernoctamos y, por la mañana, nos pusimos en marcha hacia el frente», desveló el médico en un artículo publicado en los años setenta en la revista 'Historia y vida'.
En Aragón, el Ejército Popular les recibió con una sinfonía formada por artillería y aviación; la misma música que se oía desde que los republicanos habían cruzado el río a finales de mes.
No les faltaba rancho frío ni caliente; tampoco medicinas en el botiquín, que rebosaba de repuestos. Tan solo debían tener cuidado a la hora de gastar el agua, un bien preciado metidos hasta el corvejón como estaban en el tórrido verano peninsular. Pero lo cierto es que no andaban mal dada la situación. Lo suyo era una marcha por la sierra de los Auts, al sudeste de Mequinenza, con el fin de rodear a la 42 División republicana. «Yo iba con el páter, alférez don Antonio Gómez Domínguez, y con todos los elementos que componían nuestros inapreciables, valientes y rápidos ayudantes», explicaba. Las únicas quejas era tener que cargar con el material médico, el altar portátil y las armas con aquellas temperaturas.
Así estaban cuando «una mañana, entre el 2 o el 3 de agosto», recibieron la orden de «subir muy rápido», asegurar y bajar después un barranco. «En su parte alta había numerosos pinos; en la baja, escasos pinos muy pequeños y algunos matojos de retamas que apenas prestaban una protección ilusoria contra el sol», se lamentaba Martínez. La guinda fue un espeso humo provocado por la combustión de algunos árboles. Para colmo, el poco líquido que quedaba se había convertido en un horrible caldo abrasador. «Sufríamos de un calor intensísimo, fatiga, emociones violentas, baja presión de oxígeno, cansancio...». A pesar de todo, el mando es el mando e iniciaron su misión sin rechistar.
Golpe de calor
Y al final, de aquellos polvos, unos lodos terribles. «Recién llegados al barranco, observé que un soldado se tiraba al suelo, con la cara pálida», informaba el médico. Creyó que el desgraciado estaba cansado, pero cambió de opinión cuando otros tantos se desmayaron. «Caían como fulminados un sinnúmero de soldados y de oficiales, que, con respiración anhelante, fatigosa, hipotensos, con facies amarillentas unos y algo vultuosa otros, expulsando espuma por la boca, con movimientos convulsivos en extremidades, 'shockeados' y sin conocimiento, yacían en cualquier parte». Se acababa de producir «un violento, universal y fortísimo» golpe de calor. «Fue uno de los acontecimientos más insólitos de mi campaña», añadía.
Le tocó actuar raudo al médico. Sin líquido fresco, sin unidades cercanas a las que pedir ayuda y sin cobijo, decidió abrir el botiquín e «inyectar todos los analépticos» a su disposición a los combatientes caídos. «Dábamos agua a gotas, utilizando los restos de cuantas cantimploras hubimos a mano, colocando los enfermos en los sitios más resguardados del sol», explicaba.
En la imagen, tropas nacionales reunidas en un margen del río Ebro, observando sin demasiada preocupación al bando republicano, al otro lado del río
La situación era dramática: no había nadie que pudiese cargar con los heridos y el oficial al mando era uno de los más afectados. El único guiño de la suerte fue que no sufrieron «el golpe de calor ninguno de los elementos sanitarios», lo que les permitió «desplegar toda la actividad necesaria». Con todo, durante aquellos primeros minutos murió un combatiente que no pudo resistir el 'shock'.
Pero la diosa Fortuna vino a saludar al batallón una vez más. Cuando todo parecía perdido, Martínez vio subir al barranco a un legionario al que pidió ayuda. La suya fue la llegada de la providencia. Para empezar, el soldado les dio su cantimplora de café. Después, corrió hacia su base para enviar refuerzos. «De inmediato empezamos a repartir café fresco, a gotas, sabiendo ya que un olivar, debajo, estaban las cocinas de una Bandera de la Legión», añadía el médico.
Cuando un teniente coronel arribó acompañado de una decena de mulos cargados con agua, no pudo creer lo que vio. Tan solo esgrimió un lamento con tintes de asombro: «¡Es más de lo que decían!». De inmediato evacuó a los afectados, que pasaron varios días de baja en un campamento cercano hasta poder volver al combate. Un batallón entero vencido por el calor; así que ya sabe, querido lector, hidrátese bien lo que queda de agosto.