Así vendió Carlos IV el Imperio español a la Francia de Napoleón bajo el chantaje y las amenazas de su hijo
Fernando, Carlos, María Luisa y Godoy, ya liberado, acudieron a las faldas de Napoleón convencidos remotamente de las buenas intenciones del corso
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Iniciar sesiónMientras 50.000 soldados franceses cruzaban España para ir luego, supuestamente, a Portugal o a Gibraltar, la Familia Real andaba enfrascada en una batalla a corazón abierto en Aranjuez, donde Carlos IV se vio obligado a abdicar en la figura de su hijo ... ante la presión de la muchedumbre durante el motín en esta ciudad el 18 de marzo de 1808. Cuando Fernando VII se vio libre de entrar en Madrid, como nuevo Rey triunfante, lo que descubrió es que si a Napoleón le das la mano seguramente te acabe cogiendo el brazo, la pierna, la cabeza y, por supuesto, la corona.
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El general Joaquín Murat , cuñado de Napoleón, era ya entonces el dueño de Madrid, aunque no todos los miembros de la Familia Real parecían haber reparado en ello. Carlos IV lo comprendió antes que su hijo, aún triunfante, cuando escribió en tono sumiso al francés ofreciéndole sus servicios: « Me pongo absolutamente en sus manos para que disponga como quiera de nosotros ». La Reina María Luisa suplicó a Murat que impidiera el destierro ordenado por Fernando VII a Badajoz y que alejara a Manuel Godoy, su secretario particular y hombre fuerte del reinado, de los ministros de su hijo, que «son muy crueles». Joaquín Murat garantizó a los reyes padres que de él sí se podían fiar y, a cambio de que revocara la abdicación, el mariscal sacó a Godoy de su prisión en Villaviciosa de Odón, sucio, con heridas abiertas y una barba de seis pulgadas, para custodiarlo en su cuartel de Chamartín.
Al encuentro de Napoleón
Lejos de la capital, los Reyes aguardaron en El Escorial nuevos acontecimientos custodiados por tropas francesas. El Infante Don Antonio , sin escatimar insulto, trasladó una versión torticera de los hechos a su sobrino Fernando:
«La sabandija [por María Luisa] se cartea que es un gusto con Murat y ha conseguido que se ponga en libertad al príncipe choricero; pero el pachorro de tu padre ha sido el que con más calor ha solicitado su liberación y que no le corten la cabeza […]. Tu padre, que no puede ya con el reuma, dice que sus dolores son las espinas que le has clavado en el corazón. ¿De dónde habrá sacado esas palabras tan bonitas? Se las habrá enseñado la sabandija».
Al final, los Reyes padres se decidieron a partir al encuentro de Napoleón en busca de un acuerdo para salvar su futuro. Contra todo pronóstico, Fernando también marchó al encuentro del corso . Ni siquiera cuando este le toreó en Burgos, Vitoria y luego en la encerrona de Bayona a finales de abril, comprendió el heredero de Carlos IV que para los intereses de Napoleón él era una pieza prescindible.
A pesar de que Napoleón envió una reprimenda por carta a Fernando, acusándole de conspirador y de manchar el honor de su madre, el español continuó adelante en su viaje hacia Bayona y no trató de escabullirse como varios consejeros le sugirieron. Según cuenta el ayuda de cámara del emperador en sus memorias, hasta Bonaparte quedó estupefacto porque el español hubiera cruzado de forma voluntaria la frontera: «¿Cómo? ¿Viene aquí? ¡Usted se equivoca; él me engaña! Esto no es posible».
Lo más parecido a una comitiva de bienvenida que envió hacia Fernando estuvo compuesto por soldados armados de la guardia imperial, que rodearon con contundencia los coches del séquito real para evitar una fuga. En el primer pueblo hallaron un arco triunfal con la inscripción, a modo de aviso, de «Quien hace y deshace reyes es más que rey». Texto que, apostilló el diplomático francés Talleyrand, equivalía a aquella sentencia colocada por Dante a las puertas del infierno: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate («Los que aquí entráis, perded toda esperanza»).
La cara y la cruz de Bayona
Fernando, Carlos, María Luisa y Godoy , ya liberado, acudieron a las faldas de Napoleón convencidos remotamente de las buenas intenciones del corso. Había pocas personas en Europa que confiaron tanto en que Bonaparte tuviera un corazón hundido detrás de tantos intestinos, pero entre careos, desavenencias y pellizcos bajo la mesa todos comprobaron de cerca de qué pasta estaba hecho. En Bayona, Fernando renunció a la corona en favor de su padre ante la vaga esperanza de que Napoleón luego se la iba a devolver.
Carlos, por su parte, negoció entregarle directamente a Napoleón el control de un campo inmenso, el mayor del mundo, a cambio de dinero o, al menos, la promesa de él. En tiempos de su padre, el Imperio español había alcanzado su extensión máxima, más de veinte millones de kilómetros cuadrados, o, al menos, la mayor en términos de delimitación. Carlos IV vendió en Bayona el trono de este territorio treinta veces mayor que la actual Francia por una renta anual de treinta millones de reales, pagadera mensualmente, el uso vitalicio del palacio de Compiègne y la propiedad del castillo de Chambord con bosques, jardines y haciendas dependientes.
«Godoy era una especie de sirviente, entre cantinero y lacayo; este espectáculo hacía asomar lágrimas a los ojos y sonrisa los labios»
En cuestión de meses la renta adelgazaría hasta la anorexia, el palacio se convertiría en una pequeña parte de este y de las propiedades en Chambord no se volvería a hablar. El negocio, en el que también medió Godoy, iba a resultar ruinoso pero a satisfacción de los reyes, que vendieron algo que ya habían dado por perdido.
Peor le fueron las negociaciones a Fernando , que terminó, no en el trono ni con una renta vitalicia, sino junto a su hermano Carlos María Isidro y su tío don Antonio, pronto despachado a Francia, confinados en Valencay. Padre, hijo y espíritu Godoy subastaron en cuatro días España al peor postor. Solo los reyes padres fueron tratados con la debida dignidad real e invitados en Bayona a compartir palacio con el emperador, hombre de carácter irascible y propenso a ataques de cólera con sus subordinados , que le temían, y tan obsesionado con la limpieza que gastaba hasta «sesenta garrafas de colonia al mes».
Napoleón reclamó que los reyes padres fueran tratados «como a mi propia persona» y, mientras trataba como un cautivo a Fernando VII, a ellos los invitó a cenas y festejos en su estancia en Bayona. Más que por interés político, parece que estas muestras de afecto se debieron a la lástima que le provocaba esa pareja de veteranos. En un retrato que realizó el Duque de Broglie sobre los reyes destronados, describió a Carlos como «enjuto, nervioso y bien conservado, pero sin expresión y desprovisto de inteligencia». Sobre la Reina, afirmó que le recordaba «a una viejecita de los cuentos de hadas, muy limpia y bien vestida, digna y reservada». Y de Godoy, dejó escrito que « era una especie de sirviente, entre cantinero y lacayo; este espectáculo hacía asomar lágrimas a los ojos y sonrisa los labios».
Hacia la guerra
Fiel a su costumbre de rapiñar tronos para los de su prole, Napoleón cedió la corona de España a su hermano, titulado José I, quien pronto preparó una constitución de corte ilustrado que no encendió, ni de lejos, los aplausos que él esperaba entre el pueblo. Mientras los Borbones mercadeaban con la corona en Bayona, la villa de Madrid se levantó contra lo que creía un secuestro de sus reyes y de su soberanía por parte de los franceses. Un movimiento en falso de Murat terminó de caldear los ánimos.
En la madrugada del 2 de mayo, los franceses sacaron en un coche del Palacio Real a la Reina de Etruria, una de las hijas de Carlos IV, exiliada en Madrid después de que Napoleón suprimiera el efímero estado italiano. En otro carruaje fue llevado el pequeño Francisco de Paula , de catorce años, y el Infante Don Antonio. Los madrileños asaltaron las puertas del palacio cuando vieron al infante Francisco de Paula forzado a marcharse. « ¡Que nos lo llevan! », se oyó en la Plaza de Oriente. El choque desencadenó una violenta reacción popular en la ciudad y una posterior represión francesa que superó el medio millar de ejecutados. En los siguientes días se extendió el levantamiento armado por todo aquel país de héroes y guerrilleros, a pesar de que Fernando y algunos elementos eclesiásticos exhortaron desde Bayona a admitir las disposiciones napoleónicas como venidas de la Divina Providencia .
A la par que se desnudaban las navajas, la propaganda escrita y gráfica ridiculizó al Rey invasor José I como un beodo, «Pepe botella», a pesar de que no tomaba gota de vino fuera de las comidas, debido a que su primera medida fue retirar los impuestos sobre el alcohol pensando que así se congraciaría con los españoles. No lo consiguió, sino todo lo contrario. El hermano del emperador lamentaba la virulenta acogida del país, que parecía haber reencarnado el odio de Godoy en su persona:
«Y yo tengo por enemigo una nación de doce millones de habitantes, valientes y exasperados hasta el último punto. Se habla públicamente de mi asesinato pero no es este mi temor [...]. Las gentes honradas no están por mí más que los bribones. No, sire, estáis en un error; vuestra gloria se estrellará en España». Todo ello mientras el pueblo imaginaba a Fernando VII como un pobre rehén violentado para abdicar.
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