Tintoretto
DESCUBRÍ al Tintoretto en una visita que hice a Venecia, hace ya más de diez

DESCUBRÍ al Tintoretto en una visita que hice a Venecia, hace ya más de diez años, preparatoria de mi novela La tempestad. Antes había visto cuadros suyos en el Museo del Prado, que extrañamente no habían captado mi atención; siempre lo había tomado por una especie de eslabón prescindible entre Tiziano y el Greco. El Tintoretto me parecía por entonces un pintor demasiado desbocado y temperamental, demasiado tosco incluso; creo que en esta impresión poco benigna subyacía un entendimiento demasiado limitado o académico del arte, y sobre todo una incomprensión de los resortes creativos. Tuve que viajar a Venecia para enfrentarme a una pintura que iba a trastornar mi concepción del arte; una pintura que incluso llegaría a despertar los cementerios de mi fe dormida. El Tintoretto me ayudó a reconciliarme con el artista que yo era, me ayudó a despojarme del hombre viejo que yo era, me enseñó que no existe verdadero arte sin una llama que lo anime, sin una fe que lo haga comprensible.
En un ensayo sobre Velázquez, Ramón Gaya nos explica la diferencia fundamental que existe entre entender y comprender el arte. Para entender un cuadro, bastan un poco de paciencia y aplicación y cierta dosis de perspicacia crítica. Los entendidos en arte creen que una pintura es un objeto inerte que hay que investigar, analizar y juzgar; pero el arte, si es verdadero, no admite estas taxidermias, es una criatura viva que nos interpela. El verdadero arte requiere nuestra comprensión; y comprender significa aceptar sin reservas, casi intuitivamente, pero de un modo todavía más firme y conclusivo. Comprender es un acto de fe, por eso la percepción del arte está emparentada con el impulso religioso. Mientras me empeñé en «entender» aquellos cuadros del Tintoretto que pendían de las paredes del Prado, sólo descubrí a un pintor desmesurado, a veces rechinante. Visitando las iglesias de Venecia, descubriendo en la penumbra de una capilla aquellos lienzos turbulentos, paseando mi deslumbramiento por las salas de la Scuola Grande di San Rocco, comprendí por fin la fuerza arrasadora del Tintoretto, comprendí el vendaval de sentimiento que bendice cada trazo del Tintoretto, comprendí la fe con que se entregaba a su trabajo, la enardecida y tumultuosa fe de aquel galeote del pincel que entendía la oficio como una batalla sin cuartel con los contrastes y los colores, como un soldado que se interna allá donde más arrecia el combate, impulsado por una fuerza más imperiosa que su mera voluntad. Y así fue, traspasado de emoción, como sucumbí al arte del Tintoretto: quizá, para nuestra sensibilidad moderna, pueda parecer desbocado, extremoso, en ocasiones incluso chapucero; pero hay tanta verdad en su desbocamiento, tanta franqueza en su trazo agitado, que sus imperfecciones se desvanecen ante los ojos de quienes lo comprenden, como cortinas de ceniza, para mostrarnos un caudal de apasionada energía que nos posee y toma en volandas. Nunca he vuelto a sentir algo parecido; desde entonces, el Tintoretto es mi pintor predilecto, el que mejor se adecua a mi particular forma de entender el arte. Descubrirlo fue una experiencia casi religiosa. Lloré ante sus cuadros, me arrodillé ante sus cuadros, y volví de Venecia convertido en un hombre nuevo.
Durante siglos, el Tintoretto fue un pintor incomprendido y menospreciado. Sospecho que su rehabilitación nunca será completa, mientras no lo contemplemos con los ojos de esa fe que demandaba Gaya para la comprensión del verdadero arte. Su trazo enérgico, casi desmañado; sus composiciones multitudinarias de dramatismo (nadie ha pintado el Juicio Final como él), vertiginosas en su utilización de la luz y de los contrastes, exigen para su plena comprensión algo más que conocimientos académicos. Exigen, sobre todo, una sensibilidad dispuesta a dejarse conmover, sacudir, desgarrar, atrapar en la vorágine de la emoción; una sensibilidad dispuesta a remover los cementerios dormidos de la fe. Quizá la exposición del Prado que hoy se inaugura sea la oportunidad idónea para tratar de resucitar esa experiencia casi religiosa. No se la pierdan por nada del mundo.
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