Antiamericanismo
Existen algunas razones que justifican la aversión hacia los Estados Unidos de América. La más legítima la constituye el recuerdo de su intervención marrullera y canallesca, allá por 1898, en nuestros asuntos de Ultramar. Entre las causas de aquel desastre que sepultaría la ya difunta gloria de España, se cuentan la decrépita jactancia de nuestros gobernantes y la inconsciencia bravucona de nuestros militares, pero también la perfidia y el oportunismo de los Estados Unidos, movidos por un inmoderado apetito colonialista muy bellacamente disfrazado de «espíritu liberador». William Randolph Hearst, el tenebroso magnate inmortalizado por Welles, escribía en sus periódicos en vísperas del ataque de la escuadra comandada por Dewey contra los barcos españoles fondeados en la bahía de Cavite, en Filipinas: «Gobernaremos en Asia como gobernamos en nuestro país. Vamos a abrir en Asia una sucursal del movimiento norteamericano hacia la libertad». Lo que abrieron los americanos en Filipinas, como en Puerto Rico y en Cuba, fue la sucursal de un poder tiránico y rapaz. El ataque naval de Dewey a la desprevenida flota española en Filipinas, el 1 de mayo de 1898, merece figurar en letras de almagre en la historia universal de la infamia, junto al bombardeo de Pearl Harbor o la hecatombe de las Torres Gemelas.
Antes, para justificar esta y otras proezas, los americanos habían atribuido a España la voladura del Maine, un buque desahuciado que ellos mismos se habían encargado de hundir, en un ejercicio de alevosía y cinismo sin parangón en la historia militar. El recuerdo de estas fechorías bastaría para justificar la pervivencia de nuestro odio a los yanquis, a quienes los soldados españoles destinados en Cuba y Filipinas bautizaron como «los tocineros». Pero mucho me temo que las razones del antiamericanismo que enarbolan ciertos sectores de nuestra tropa intelectual no posee un origen tan legítimo. La memoria de estos voceros (tan sectaria y rencorosa, por lo demás) no alcanza más allá de la Guerra Civil. El antiamericanismo de estos voceros -digámoslo pronto- es un residuo de aquella época en que comulgaban con recogimiento y devoción la propaganda comunista y se hacían pajitas ante el retrato de Stalin. Un residuo ridículo, rancio y beatorro que sólo puede estimular la hilaridad de las personas libres de prejuicios, pero que misteriosamente sigue gozando de un alto predicamento entre quienes manejan el cotarro intelectual.
Este antiamericanismo de quienes en su día se corrían de gusto acatando las prédicas comunistas propicia de continuo episodios regocijantes. En estos días, hemos sabido del trato vejatorio que los americanos dispensan a los sicarios de Al-Qaeda recogidos en Guantánamo; de inmediato, los voceros del Régimen (llamaremos Régimen a la «sensibilidad intelectual» dominante) han puesto el grito en el cielo. Sorprende que estos apóstoles del antiamericanismo no denuncien con el mismo empeño los tratos vejatorios que algunos dictadores, aferrados aún a la criminal utopía comunista, infligen, no a sicarios y terroristas, sino a meros disidentes. Y es que estos próceres del Régimen han logrado embaucar a las pobres gentes con un sonsonete maniqueo, según el cual los malos siempre están en el mismo bando; lo cual no obsta para que todos los años, los muy pijos, se hagan una excursioncita a Nueva York, para presumir de cosmopolitas y darse pote.
Existen algunas razones legítimas que justifican la aversión hacia los Estados Unidos. Pero mientras el Régimen siga imponiendo sus razones rancias, lo mejor será mostrarse proamericano, para que rabien un poco. Ya habrá tiempo, cuando se vayan con la tabarra a ultratumba, para recordar las felonías de una nación tan admirable a veces, tan execrable otras.
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