lente de aumento
Pues no digamos menas y ya estaría, ¿no?
Son un desafío social porque son menores pero sobre todo sin padres que los eduquen ni a quienes reclamar
¿Qué tal si en Gaza se matan entre ellos?
¿Y si los políticos no sirven para otra cosa?
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Iniciar sesiónSe puede, claro. Pero no se debe. Se puede seguir utilizando el acrónimo, porque es útil, breve, reconocible. Pero no se debe. Porque también es vejatorio, discriminatorio, xenófobo. Y entonces ya estaría, ¿no? Dejamos de teclearlo, de pronunciarlo y al menos aliviamos la conciencia. Esta ... parece ser la forma de afrontar los conflictos en nuestro país. Perdón: los retos. No vaya a ser que ofendamos a alguien. Porque hemos convertido en costumbre nacional rebautizar las cosas para no tener que resolverlas. No hay crisis, hay retos. No hay paro, hay transición. No hay abandono, hay movilidad. No hay inmigración sino migración. Y así todo.
El lenguaje, a veces, construye realidades. Otras, simplemente las maquilla. Muchas, las retuerce. A eso hemos llegado: a disfrazar la crudeza con palabras suaves. Por eso, ahora resulta que no debemos decir menas. Como si dejar de usar el término fuera suficiente para que menores extranjeros no acompañados dejen de existir. Pero no desaparecen. La realidad, tozuda, sigue ahí. Cuando separamos las letras y miramos una a una lo que significan, lo que revelan, la crudeza se impone. Llamar mena a un menor sin familia, sin recursos, sin red de apoyo, no es solo un tecnicismo: es casi una forma de abandono semántico. Un compañero, más certero siempre que yo, me lo dijo así: «No digas 'no acompañado'. Di 'abandonado'».
Y sí, la palabra duele. Pero también nombra lo que otros quieren diluir. Porque constata que lo que hacemos –distribuir menores por toda España sin estructuras suficientes ni respaldo real– no es un desafío humanitario, sino mucho más social. Uno que no queremos asumir. Si dejamos de lado la retórica bienintencionada, lo que aterriza en Canarias no son cifras ni siglas. Son adolescentes.
Que sean extranjeros es casi lo de menos. Lo importante es que están solos. Que dejaron atrás a sus padres, sus referentes, sus educadores. Que llegaron aquí sin esa figura que, en la mayoría de los casos, es la que pone límites, guía y, cuando hace falta, castiga. Piénsese en cualquier grupo de adolescentes desmadrados en un viaje de fin de curso. A la vuelta, les esperan sus padres, su casa, sus normas. Pero a estos chavales que cruzan medio mundo, ¿quién los espera?, ¿quién los acompaña?, ¿quién los educa?, ¿quién los reprende?
Todavía recuerdo las frases de mi padre cada vez que cruzaba la línea. Los castigos, los paseos, las charlas, el «vete a tu cuarto», «decide qué quieres hacer con tu vida»... De eso también están huérfanos estos chavales a los que nadie quiere tener como vecinos. Nadie, porque no hay progenitores a quienes reclamar responsabilidades, a quienes culpar, a quienes llamar para pedir cuentas. Esa es la realidad. La que nos negamos a ver mientras seguimos debatiendo si usar o no usar unas siglas. No se trata de retitular. Se trata de responsabilizarse. Y para eso, primero hay que afrontar la realidad. No customizarla mientras cambiamos de acera al verlos.
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