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Absuelto

Hace algunos años, publiqué un artículo en este periódico en el que celebraba el dictamen judicial que determinaba que José Barrionuevo jamás se lucró con fondos reservados. Escribí entonces: «Resta todavía determinar si los desvió para gratificar a los sicarios del GAL, pero, en cualquier caso, la justicia equitativa exige que se proclame en voz alta su integridad. Una voz igual de alta que aquellas voces desgañitadas que exigieron su ingreso en prisión, por haber organizado el terrorismo de Estado». Aquel artículo me ganó la animadversión de la cofradía del espumarajo, que durante algunos días me convirtió en el muñeco de pim-pam-pum de sus programuchos y sus libelos. Recuerdo, con especial bochorno, la ordalía que me montaron algún miembro de esta cofradía ante los jefes de este periódico, que en un gesto de grandeza publicaron aquel artículo sin remover siquiera una coma. Con legítimo orgullo, proclamo que los promotores de aquella ordalía ya no rascan bola en ABC, mientras yo sigo donde estaba, juntando palabras en este periódico, que distingue perfectamente a quienes escriben siguiendo los dictados del corazón de quienes lo hacen al dictado de otros intereses más sórdidos.

Ahora, cuando la Audiencia Provincial de Madrid acaba de absolver a Barrionuevo de la imputación de malversación de fondos, vuelvo a proclamar mi alegría, porque creo que esta sentencia restaura (aunque sea tardíamente) su honor vapuleado. Defendí en su día a Barrionuevo sin conocerlo de nada, por puro impulso cordial. Luego, tuve la oportunidad de charlar un rato con él, con su esposa y con sus hijos, y me sobrecogió la serenidad de aquella familia sufriente, asediada por una campaña de difamaciones que habrían arrojado a la desesperación a otras personas menos convencidas de su inocencia. Me sobrecogió, sobre todo, su confianza intacta en la justicia; y también su entereza de ánimo, en un momento en el que la soledad era su única compañera. Porque no debemos olvidar que la desbandada de lealtades que afligió durante años a Barrrionuevo incluyó a muchos de sus compañeros de partido; sólo los más devotos de la sagrada pasión de la amistad, como Rodríguez Ibarra, antepusieron la defensa del hombre perseguido sobre las sucias razones de la conveniencia política. Ni siquiera entonces, cuando sobre su honor diluviaban las acusaciones más atroces, Barrionuevo buscó el aliviadero de la delación, ni la táctica marrullera de la extensión de responsabilidades.

Supongo que esta sentencia no servirá para cicatrizar las muy severas heridas que Barrionuevo ha tenido que lamerse en soledad durante tantos años. Tampoco los daños sufridos por su familia, que tan amorosamente arropó al hombre abandonado de todos. Recuerdo, con muy especial nitidez, la hermosa resistencia de su esposa, a quien se le notaban, cuando la conocí, los estragos del insomnio, los surcos de amargura que las lágrimas dejan en un rostro perplejo ante el espectáculo de la maldad ajena. Aquella muestra de abnegado amor conyugal me conmovió, como me conmovió el ejemplo de los hijos, apiñados en torno a su padre. Barrionuevo ha sido, durante todos estos años, el chivo expiatorio de un pecado colectivo. El terrorismo de Estado no hubiese podido existir sin nuestro consentimiento tácito, sin nuestra complicidad tácita, sin nuestro aplauso tácito. Fue la reacción de una sociedad acorralada que decidió responder a la sangre con más sangre. Barrionuevo sólo fue un hombre expuesto a esa vorágine de sangre, enfrentado con la mayor lacra que ha sufrido nuestra democracia, cuando esa lacra había alcanzado la cúspide más alta del horror. A su alrededor hubo pillos y ventajistas que se lucraron con la sangre ajena; pero Barrionuevo jamás enfangó sus manos con el dinero que desfilaba por las alcantarillas. Así acaba de dictaminarlo una sentencia judicial; los vituperios y difamaciones de la cofradía del espumarajo han quedado desenmascarados y reducidos a lo que son: una chatarra de palabras con las que un puñado de resentidos amueblan sus programuchos y sus libelos.

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