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Crash

AUNQUE sospechamos que los vaqueros gays de Ang Lee se llevarán (por motivos no exclusivamente cinematográficos) los premios gordos en la inminente ceremonia de los Oscar, nos gustaría resaltar aquí una propuesta más arriesgada y menos complaciente que también se cuenta entre las favoritas. Me refiero a «Crash», donde Paul Haggis, guionista de la muy ponderada «One Million Dollar Baby», nos propone una historia coral, muy en la línea de «Vidas cruzadas» de Robert Altman o «Magnolia», de Paul Thomas Anderson. Para evitar la dispersión que con frecuencia lastra el género, el director nos revela desde la primera secuencia, por boca del personaje encarnado por el soberbio Don Cheadle, el asunto de su película, que no es otro que el deterioro de los afectos, la incapacidad del hombre contemporáneo para entablar relaciones regidas por la confianza y la comprensión, la patológica interferencia de la paranoia y de una especie de rencor atávico en el trato con nuestros semejantes. La premisa puede antojársenos a priori excesivamente catequética; pronto descubriremos, sin embargo, que Haggis no es director propenso al maniqueísmo o la blandenguería.

Ambientada en Los Ángeles, una ciudad traspasada por el fantasma del dolor, sobre el paisaje de fondo de los odios raciales, «Crash» nos presenta una galería de personajes que esconden un nido de áspides en el alma y anhelan desesperadamente una redención. Criaturas muy al estilo de las de Paul Schrader, oprimidas por una condena que llevan inscrita en los genes, que se revuelcan sobre un lecho de ortigas, en una demorada agonía que admite pocas ocasiones de alivio. Su capacidad para infligir dolor al prójimo es directamente proporcional al dolor que ellos mismos soportan: así, por ejemplo, el agente de policía Ryan (Matt Dillon) desagua la exasperación que le provoca la enfermedad de su padre abusando de su autoridad; Jean (Sandra Bullock), la mujer del fiscal del distrito, tras sufrir un robo callejero perpetrado por una pareja de negros, disfrazará de un racismo indiscriminado los síntomas de su depresión; Daniel (Michael Pena) es un cerrajero hispano a quien un comerciante persa convertirá injustamente en diana de su furor cuando asalten su negocio; el detective Graham (Don Cheadle) se verá atrapado en la telaraña de la corrupción política, mientras trata en vano de salvar a su hermano de las garras de la delincuencia... Son algunos de los personajes que Haggis elige para entretejer su tapiz de vidas calcinadas, errabundas en un infierno que adquiere contornos cotidianos. Cuando finalmente sus existencias se entrelacen, el encuentro -que es más bien una colisión- adquiere proporciones trágicas.

Tras un comienzo algo renqueante o farragoso, la película gana en fuerza aflictiva a medida que se aproxima a su desenlace. Haggis ha sabido combinar a la perfección las estrategias del melodrama con un naturalismo muy atento a la problemática social de nuestro tiempo; la mezcla, desgarradora y áspera, se sirve, además, de un estilo visual «sucio» (barridos de cámara, tomas un tanto descoyuntadas, primerísimos planos que convierten las circunstancias fisonómicas en estados anímicos) que contribuye a subrayar ese clima de claustrofobia moral que se cuece ante nuestros ojos, como en una gran olla podrida. A la postre, Haggis nos propone un desenlace catártico que actúa como válvula de escape a las muchas emociones -algunas sumamente incómodas- que hemos vivido durante la proyección; un desenlace en absoluto plácido o contemporizador que, sin embargo, nos permite vislumbrar, entre la escombrera del sufrimiento, un atisbo de esperanza. Y es que la esperanza siempre brota, aun en medio de la desolación, como una flor raquítica y aterida.

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