Suscribete a
ABC Premium

EL ACADÉMICO PÉREZ REVERTE

ARTURO Pérez Reverte me ha profesado siempre un insensato cariño. Recuerdo que, la primera vez que nos vimos, me expuso, sin ánimo sermoneador, las vicisitudes de toda carrera literaria; desde entonces, aquellas palabras me han servido de brújula en este mar carnívoro que es la escritura: «Hay tres etapas en la vida de un escritor -me dijo-. La primera corresponde a su debut; entonces todo son parabienes y palmaditas en la espalda, a poco que el principiante sepa juntar las letras. Enseguida llega la segunda: las cañas se vuelven lanzas, y las manos de los que antes te aplaudían sostienen súbitamente un puñal; la hospitalidad se transforma en hostilidad, quienes creías amigos son tus más enconados odiadores, todas las noches rezan antes de acostarse para que te descalabres. Muchos escritores flaquean en esta segunda etapa; no son capaces de digerir el encono y los espumarajos; aún son ingenuos y vulnerables. Pero si logras sobrevivir alcanzarás la tercera etapa, cuando por fin te hayas abierto un hueco; seguirás recibiendo varapalos, pero también te habrás ganado la confianza de un puñado de lectores que esperan tus libros; esos lectores, pocos o muchos, serán tu justificación y tu acicate. Tus detractores, para entonces, seguirán lanzando mordiscos, pero con dientes cada vez más mellados. Conque aguanta, chaval, aguanta».

¿Se habrá acordado Pérez Reverte de sus detractores de dientes mellados en la hora de su apoteosis académica? Imagino que sí: lo habrá hecho con un poco de piedad socarrona, con un poco de benigno sarcasmo, con un poco de enternecida melancolía incluso, porque lo cierto es que los detractores de Pérez Reverte se han ido convirtiendo en sombras errabundas, a medida que crece el brío de su escritura. Quizá Pérez Reverte, en aquella somera arenga que me endilgó sobre las vicisitudes de toda carrera literaria, se olvidó de referirse a una cuarta etapa que sólo alcanzan los elegidos, en la que los detractores se quedan desdentados de tanto morder en hueso y acaban comiendo, cabizbajos y mohínos, en la mano del escritor al que en otro tiempo quisieron despedazar. Y el escritor, que podría pisarlos desprevenidamente, como a cucarachas que patalean panza arriba, les dedica una sonrisa conmiserativa y hasta se inclina para ayudarles a dar la vuelta. Así podrán seguir hozando en la mierda que les da sustento.

Arturo Pérez Reverte siempre ha sido un lobo solitario, un exiliado de todas las camarillas. Esta vocación de pureza y hosquedad se transparenta en cada uno de sus libros, transitados por criaturas de lealtades tan ancestrales como discretas, tan desencantadas como inamovibles. «Me limito a vivir con mi sable y mi caballo -me confesó en cierta ocasión-, como el húsar de mi novela. He visto demasiadas cosas perdurables que, de súbito, caen hechas añicos. A lo único que aspiro es a envejecer sin perder las maneras. A morir de manera digna». Ahora que lo han hecho académico tendrá que resignarse a que su epitafio sea cincelado en mármol; pero estoy seguro de que, mientras fluya la sangre por sus venas, rehuirá las solemnidades y pompas inherentes al cargo. En la amistad, como en la literatura, es abrupto y expeditivo, frugal y vehemente, generoso y entusiasta como un personaje de Dumas; con ese punto de aspereza o desabrimiento que caracteriza a los hombres que encubren por pudor sus sentimientos más acendrados. Excelentísimo Señor Don Arturo Pérez Reverte, ha sido y sigue siendo un honor leer sus libros, esa patria en la que tantos lectores nos reconocemos; pero un placer aún más honroso es haber disfrutado y seguir disfrutando de su amistad, dura y transparente como el cuarzo.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación