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MICHAEL MOORE

HACE unas semanas, leíamos que la nueva película de Michael Moore, Fahrenheit 9/11, se hallaba sin distribución, después de que la compañía Disney le hubiese retirado su apoyo, temerosa de granjearse la animadversión del clan Bush. Tras el triunfo apoteósico de Moore en el festival de Cannes, ya podemos anticipar que Fahrenheit 9/11 se convertirá en el documental más taquillero de la historia y en un arma de destrucción masiva dirigida contra las expectativas electorales (bastante anubarradas, todo hay que decirlo) del presidente americano. Con Fahrenheit 9/11 ocurrirá, en cierto modo (y salvando las diferencias de concepción y propósito que separan ambas películas), lo mismo que ha ocurrido con La Pasión de Cristo: el empeño de algunos por poner puertas al campo de la creación no hace sino exacerbar la curiosidad de quienes sentimos ese intento de escamoteo como una usurpación.

Aunque ya llevaba más de diez años dando guerra, Moore logró desbordar el ámbito de marginalidad con su anterior título, Bowling for Columbine, en el que la excusa argumental -la matanza del Instituto Columbine, en Colorado, donde dos estudiantes se liaron a tiros con sus compañeros de clase, antes de suicidarse, con un saldo total de quince víctimas- servía a Moore para proponer una hipótesis tan controvertida como subyugadora sobre las raíces de la violencia en Estados Unidos. Moore desdeñaba las explicaciones más convencionales y tranquilizadoras -fácil acceso a las armas, antecedentes históricos de una nación forjada a sangre y fuego, etcétera- para proponer otra mucho más sugestiva: la extensión del miedo y la paranoia propiciada desde las atalayas del poder y los medios de comunicación, que en su afán por señalar al enemigo -a veces inexistente- no vacilan en sembrar la histeria colectiva. Podrían oponerse muchos reparos a aquel documental de Moore, beneficiado comercialmente por el estallido de la guerra de Irak. Ciertamente, su tesis era expuesta con una tosquedad algo demagógica; pero, al mismo tiempo, incluía secuencias de una fuerza suasoria incontestable. La entrevista que el director mantenía con Charlton Heston, por entonces presidente de la Asociación Nacional del Rifle, quizá fuese su momento más angustioso y memorable: ante nuestros ojos, el actor que aprendimos a amar en Sed de mal, El señor de la guerra, Ben-Hur, El planeta de los simios y tantos otros títulos imperecederos aparecía como un fantoche provecto, encastillado en sus justificaciones irracionales; cuando, exasperado por el asedio de Moore, Heston interrumpía la entrevista y se refugiaba en el interior de su propia casa, uno no sabía si llorar de lástima o de asco.

Moore quizá no sea un artista en el sentido estricto de la palabra; su talento como libelista, sin embargo, resulta incuestionable. Su éxito radica en esa virtud mistificadora propia del libelo, en la que las verdades como puños son mezcladas, en un tótum revolútum, con un tratamiento vociferante, impúdico, que brinda carnaza por igual a partidarios y detractores; por supuesto, sus métodos resultan más admisibles -menos chirriantes- cuando los expresa con imágenes que cuando los fija por escrito. Si Bowling for Columbine despertó en mí sentimientos contradictorios (por un lado, conformidad con su tesis; por otro, estupor ante sus soluciones cinematográficas algo burdas), sus incursiones en la letra impresa -recordemos su Estúpidos hombres blancos- adolecen de un esquematismo que causa cierta fatiga intelectual.

No me perderé Fahrenheit 9/11. Pese a las reservas que me suscita Moore, no puedo evitar profesarle plurales simpatías: por gordo, por bocazas, por partisano, por energúmeno. A veces, el energumenismo es el mejor desinfectante de la mentira.

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