Soledad de Hierro
EN alguno de sus versos dejó escrito su lema vital: «Ganar a costa del dolor la alta cumbre de la alegría». Las biografías de Hierro siempre nos hablan de una juventud ajetreada de cárceles, pero en su vida nunca asomaba el rescoldo del resentimiento, el látigo del improperio o la monserga de la lamentación jeremíaca. Hierro era, ante todo, una criatura anhelosa de vivir, de seguir viviendo; incluso en sus años postrimeros, cuando la muerte lo arañaba con zarpazos que le abreviaban el aliento, seguía tomándose a risa sus achaques, con esa escueta alegría de quien entiende los pocos días que aún le restan por vivir como una propina bienvenida mientras dura. Todos los años coincidía con él en el jurado del premio Teresa de Ávila, cuyas deliberaciones sobrellevaba al arrimo de una copita de Chinchón, de la que primero bebía, para después utilizarla como recipiente de extrañas mixturas: el licor, mezclado con la tinta de rotuladores, adquiría un prestigio de acuarela que dejaba su rastro en cualquier papelote o servilleta que saliese a su encuentro. Hierro pintaba con los dedos, como los hombres de Cromagnon; y su mirada estaba permanentemente en ascuas, como si hubiese aprendido el secreto de las metáforas a la lumbre de una hoguera.
Tenía una voz modesta y cazallosa, siempre con un punto de socarronería, que desdeñaba las verdades solemnes y se demoraba en el temblor de las cosas pequeñas. En él se cumplía, mejor que en ningún otro poeta, ese axioma que identifica el estilo con el hombre: al asomarse a sus versos, uno tiene la impresión vívida de estar escuchándolos de su propia voz, tal es el caudal de susurrada verdad que transmiten. Son versos equidistantes de la realidad y del misterio, porque Hierro siempre entendió que la misión del poeta consiste en enfangarse en el barro de la pasión humana, aunque sin renunciar a esos ámbitos de misterio donde se hincan las raíces casi sobrenaturales de la creación. De esta difícil amalgama brota una poesía vibrante de una como dolorosa exultación, en la que la angustia nunca desagua en el desencanto, sino en una esperanza fértil y lastimada. En los libros de Hierro nos tropezamos con la clarividencia de un poeta que, aún sabiéndose íntimamente resquebrajado, se resiste a claudicar, porque siempre existe una «luz de cauce imposible» capaz de alumbrar las bocanadas de sombra que acechan nuestro tránsito por la tierra. Y, aunque el poeta hubiese apurado hasta las heces el cáliz donde se guardan los «zumos de la pesadumbre», siempre encontraba motivos para fundir su respiración herida con la respiración tumultuosa del mundo.
Amarrado a la bombona de oxígeno y al equipaje de cordialidad que completaban su estampa -un rostro tártaro, un cráneo bruñido, un cuerpo menestral y enjuto en el que anidaba el azogue-, Hierro siguió despilfarrando vida a troche y moche, dejándose traer y llevar de un sitio para otro, hasta más allá de las fronteras de la resistencia. Estaba tan negado para la altivez como para el resentimiento; y esta campechanía ronca y desprendida que definía su carácter fue el asidero al que sus amigos nos aferrábamos, un tanto abusivamente, para solicitarle favores que otro hombre menos pródigo de sí mismo nos hubiese denegado. Ahora que respiramos el hueco de soledad que ha dejado en el aire ya sólo podemos corresponder a tanto derroche de generosidad leyendo sus libros, tan concernidos con el barro multitudinario del hombre y, sin embargo, tan ensimismados e introspectivos.
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