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OPERACIONES DE ESTÓMAGO

EMPIEZA a convertirse en una rutina la defunción de personas convalecientes de operaciones de reducción de estómago. Lo que más acongoja de estas muertes absurdas es la combinación explosiva de complejos y avaricias que las propicia. Complejos -con frecuencia infundados- de las víctimas, azuzadas por una propaganda que exalta la belleza corporal con una machaconería insensata; avaricia de ciertos cirujanos, que acceden a practicar una operación que debería reservarse a casos extremos, engolosinados por la pasta que se van a embolsar. Me escalofriaron, hace algunas semanas, las fotografías de un hombre que había fallecido tras reducirse el estómago en el quirófano: se trataba de un treintañero menos gordo que yo mismo, de adiposidades bien repartidas que seguramente se habrían rectificado con una vida algo menos sedentaria, con una dieta algo más sacrificada. En las fotografías anteriores a la operación, aquel treintañero, en absoluto obeso, sonreía con ese desenfado intrépido que muestran los hombres de complexión sanguínea; me atrevería a decir, incluso, que aquellos kilos de más lo mejoraban. ¿Qué ideas le habrían metido en la cabeza para que se sometiera a una cirugía feroz que sólo está recomendada -y aun con reticencias- en casos de obesidad mórbida?

Una vez más -lo siento por mis amigos los cirujanos plásticos-, hemos de iniciar nuestra diatriba censurando esa creencia desquiciada, hábilmente impuesta por cierta propaganda, de que la naturaleza puede ser corregida impunemente, como corregimos nuestra indumentaria. La gente entra en un quirófano para despojarse de arrugas o desembarazarse de celulitis con la misma risueña desprevención con que se mete en un probador para embutirse en un pantalón. Ocurre, incluso, que el paso por el quirófano se convierte con frecuencia en el corolario del paso por el probador: cuando no nos podemos embutir en el pantalón, acudimos al quirófano para que nos liberen de la carne excedente. Todo forma parte de una misma tiranía que nos obliga a mantenernos en el peso correcto, en la edad correcta, en la fisonomía correcta. El hedonismo consumista en que vivimos instalados nos enseña que esa plena «corrección estética» está al alcance de nuestra mano; basta con que dispongamos del dinero necesario para sufragarla. Y, si podemos con facilidad borrar una arruga, o recomponernos una teta, ¿por qué no vamos a poder reprimir la voracidad de nuestro estómago? Mucha gente acude al quirófano para que le reduzcan el estómago con la misma mentalidad con que acude a que le aligeren la papada; no por razones de salud, sino por el afán de lucir una estampa más fina. Y, desgraciadamente, cada vez existen más médicos fenicios que acceden a perpetrar operaciones superfluas, arrumbando los escrúpulos deontológicos. Aquí podría incluirse una reflexión sobre los efectos nocivos que conlleva la privatización de la sanidad; pues si estas operaciones de reducción de estómago sólo se realizaran en hospitales públicos, no estaríamos lamentando tantas muertes inútiles.

Pero esta paulatina conversión de la cirugía en una sucursal de la cosmética tendría los días contados si la propaganda no conspirase en su favor. Porque una cosa es prevenir a la sociedad de los peligros de la obesidad mórbida y otra muy distinta bombardearla con mensajes explícitos o subliminales que la mantienen prisionera de la báscula. Seguramente, aquel treintañero un poco entrado en carnes que murió tras una operación de estómago habría alcanzado plácidamente la vejez con sus kilitos de más, que le habrían abrigado el vientre durante muchos inviernos y le habrían servido de almohada a los hijos que hubiese engendrado, y también a sus nietos. Pero la propaganda nos quiere gregarios y uniformizados hasta en el peso.

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