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Jueces predemocráticos

EL llamado «proceso de paz», cada vez más parecido a un proceso de capitulación

JUAN MANUEL DE PRADA

EL llamado «proceso de paz», cada vez más parecido a un proceso de capitulación, nos ha procurado ya abundantes episodios que estimulan el sonrojo. Que dicho proceso se sostenga mientras los terroristas perseveran en sus extorsiones, en sus vandalismos callejeros, en su aprovisionamiento de armas y en sus chulescas exhibiciones de fuerza ya instila en el observador neutral una mezcla de abatimiento y enojo difícilmente soportable. Que el Gobierno soslaye la aplicación de una ley vigente que establece muy nítidamente cuáles son los requisitos que una formación política debe cumplir para poder desarrollar legalmente su actividad causa a partes iguales perplejidad y consternación. Que los terroristas sigan exigiendo impunidad para sus crímenes y un fantasmagórico derecho de autodeterminación, mientras el presidente del Gobierno no sale al paso, sino que más bien alienta sus pretensiones con palabras confusas estimula la indignación. Pero de todo este gazpacho de concesiones y desistimientos que amenazan con suspender el imperio de la ley nada me perturba más que los ataques dirigidos contra la independencia judicial; ataques que ya no sólo profieren los criminales que sufren las consecuencias de la aplicación escrupulosa de la ley, sino individuos que ostentan la representación ciudadana, incluso quienes encarnan las más altas magistraturas del Estado.

Ya habíamos escuchado en alguna ocasión al fiscal general del Estado acusar a los magistrados de poner trabas al proceso de capitulación. En los últimos días, el acoso contra los jueces ha alcanzado un paroxismo amedrentador: el Gobierno vasco ha anunciado que retirará ayudas materiales al Tribunal Superior de Justicia del País Vasco; Josu Jon Imaz ha reclamado la creación de «mecanismos de protección» que defiendan el «sistema democrático» de jueces «involucionistas» y «predemocráticos»; y, last but not least, la sentencia condenatoria de cierto etarra con propensión a las dietas de adelgazamiento ha desatado las críticas indisimuladas del líder de los socialistas vascos, y también -algo menos explícitas- del propio Zapatero. Todo ello ofrece una cartografía pavorosa de injerencias en la actuación del poder judicial que nos retrotrae a épocas previas a Montesquieu. De forma más o menos subrepticia (a veces ni siquiera subrepticia, sino más bien con chulesca desfachatez), se está abogando por una administración de justicia que reniegue de su misión, para convertirse en una suerte de intérprete o arúspice lacayuno del proceso de capitulación.

Entre todos los ataques perpetrados contra el poder judicial me ha llamado muy poderosamente la atención, por su desinhibida vocación totalitaria, el proferido por el señor Imaz. En él se condensa ese espíritu de destrucción del Derecho que se enseñorea de nuestra época. Para el señor Imaz -como, por lo demás, ocurre con la inmensa mayoría de nuestros políticos-, el Derecho es un instrumento del poder que debe adaptarse, someterse, torcerse según la conveniencia de cada coyuntura; los jueces, por lo tanto, no serían sino peleles encargados de esa deshonrosa componenda. Como todavía quedan algunos jueces que se resisten a convertirse en corifeos de esta concepción puramente instrumental y adventicia del Derecho, reclama que los partidos políticos «trabajen conjuntamente para buscar mecanismos que protejan las instituciones democráticas» de ciertos sectores judiciales; esto es, en román paladino, que se arbitren medidas que aseguren la conversión del poder judicial en un mero apéndice de las trapisondas gubernativas y amparen el atropello del Derecho. En una democracia sana, esas declaraciones le habrían costado al señor Imaz la cárcel; inmersos en un gazpacho de concesiones y desistimientos que amenazan el imperio de la ley, el señor Imaz puede permitirse el lujo de posar como un «apóstol de la paz», esto es, de la capitulación.

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