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Cincuenta años con Mingote

EL Centro Cultural de la Villa de Madrid inaugura una exposición que conmemora el primer cincuentenario de la colaboración de Mingote en ABC. Se ha escrito con frecuencia que los chistes de este artista prodigioso valen por un editorial; yo diría que valen por un tratado de antropología, pues nadie como Mingote ha sabido atrapar la fragilidad, el desvalimiento, la perpleja condición del hombre con unos pocos trazos, ni tampoco sus cotidianas claudicaciones, sus hipocresías vergonzantes, sus quiméricas insensateces. Lo primero que sorprende en el humor de Mingote es la piedad con que trata a sus criaturas: nunca sorprenderemos en sus chistes el rasgo de ensañamiento o sarcástica crueldad que caracteriza a tantos humoristas que contemplan los vicios de sus contemporáneos desde una atalaya; tampoco ese enconamiento cetrino que nace de la actitud partidaria. Mingote no juzga, no señala, no escarnece; prefiere comprender a sus personajes, mirar desde dentro sus tribulaciones, compartir caritativamente sus estupores y sus derrotas, sus secretos desconsuelos, sus ensoñaciones nostálgicas. Mingote no se sube al púlpito ni siquiera cuando retrata la cursilería o la mentecatez; de tal modo que su humor adquiere una cualidad cervantina, donde la amabilidad del tono nunca resta eficacia al subterráneo sarcasmo, a la mordacidad que se desliza en sordina, rehuyendo el tono grandilocuente o jeremíaco.

Mingote es, además y sobre todo, un humorista intrínsecamente poético. Como sus maestros Tono y Neville, entiende que el humor no puede transitar los senderos trillados del chascarrillo o la jocosidad de brocha gorda. Mingote se burla de los sentimientos estereotipados, de todas las pacotillas que rigen el comportamiento social sin incurrir en el tratamiento grotesco, enfrentándose a la vida con los ojos muy claros y la mente liberada de prejuicios, hasta extraer de cualquier fisura de la realidad un aspecto inesperado o absurdo que desenmascara la tramoya de las convenciones. No hace falta añadir que Mingote nunca pretende resultar «gracioso»; por el contrario, subyace a veces en sus chistes un fondo como de melancólica gravedad que los aparta de esa risa facilona que se burla de la desgracia ajena. Mingote sabe que existe otra forma más elegante de reírse, que es la que sitúa el lector de periódicos ante un espejo que le devuelve su propia imagen, tratada siempre con una suerte de irónica ternura, de insurgente poesía que descabala con su brisa los topicazos sobre los que se asienta nuestra existencia soporífera y reglamentada.

Paseando esta exposición antológica, descubre el visitante que Mingote ha mostrado siempre cierta querencia hacia aquel hidalgo manchego soñado por Cervantes. En esta elección descubrimos los rasgos esenciales de un humor que tiene algo de quijotesco, tanto en su vuelo imaginativo como en su comprensión de la soledad que asalta al hombre refinado cuando se topa con los molinos de viento de un mundo satisfecho de su vulgaridad. Toda esta finura espiritual que Mingote desagua en sus chistes es, por lo demás, la misma que caracteriza cada instante de su vida; en Mingote el humor no es una mera expresión o pose artística, sino una segregación natural, una manera de ser y estar, una impronta genética. Quienes disfrutamos de su amistad, podemos afirmar sin temor a incurrir en la hipérbole que jamás hemos conocido a un hombre tan discretamente culto, tan incapacitado para el rencor, tan serenamente lúcido, tan dispuesto para comprender los yerros del prójimo, tan lleno de dones y tan vacío de petulancia. Es una suerte saber que, además de humanísimo, es inmortal; y que, por lo tanto, seguiremos disfrutando de sus chistes por los siglos de los siglos.

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