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John Frankenheimer

NO debutó en la pantalla grande con un éxito tan apabullante como Delbert Mann, ni disfrutó de un prestigio comparable al de Sidney Lumet o Arthur Penn, pero ninguno de sus coetáneos poseyó un brío narrativo tan desenvuelto como el suyo. Quizá fue precisamente este mérito lo que lo aprisionó en ese arrabal de menosprecio que los críticos más elitistas reservan a los «artesanos», mientras otros cineastas de su generación mucho menos dotados, como Robert Altman, recibían la consideración de «autores». John Frankenheimer, es verdad, se amoldó siempre a las exigencias de la industria; nunca cultivó ese prurito de originalidad que sustenta tantos prestigios de alfeñique; tampoco se distinguió por rechazar guiones paupérrimos que injuriaban su talento. Pero si repasamos su filmografía, nos tropezamos con un puñado de películas inolvidables, llenas de suspense y verosimilitud, que suelen ser virtudes encontradas y hasta incompatibles en la mayoría de los cultivadores del llamado «cine de acción».

En sus postrimerías, después de una larga travesía por los andurriales del bodrio más o menos infamante, Frankenheimer había empezado a recuperar aquel pulso de madurez que lo había consagrado como rey del «thriller». Ciertamente, su versión de «La isla del doctor Moreau» (con un Marlon Brando cetáceo y pasadísimo de rosca) merodeaba los territorios del fárrago y la ridiculez, pero tanto «Ronin» como la recentísima «Operación Reno» delataban a un veterano que, sin renegar de las marcas de su estilo (incisivo sin ampulosidad, expeditivo y trepidante), sabía asimilar las nuevas modas narrativas. Pero la mejor vindicación de Frankenheimer la constituyen las películas que rodó en los años sesenta, y más concretamente en el pasmoso lustro que abarcan los años 1962 y 1966. Muchas de ellas las protagonizó un Burt Lancaster deshabitado ya de aquel júbilo un poco saltimbanqui que caracterizó su juventud, pero todavía presto a las efusiones físicas y enaltecido por un resabio de amargura que añadía complejidad y agonía a sus interpretaciones. Sólo en el año 1962, de una fecundidad pasmosa, Frankenheimer aportó a su filmografía tres piezas que, cuarenta años después, conservan incólume su encanto: «El hombre de Alcatraz», «El mensajero del miedo» y «Siete días de mayo». Si en la primera retrata una tragedia de honda humanidad (la del recluso Robert Stroud, condenado a muerte, que hallará en la ornitología un alivio espiritual), en las otras dos amasa los temores y paranoias desatados por la guerra fría y el macarthismo, para proporcionarnos dos obras maestras del suspense político, con un estilo muy alejado de las sutilezas y filigranas hitchcockianas, pero igualmente subyugador.

Si tuviera que dispensar mi preferencia a alguna de las películas de esta etapa citaría «El tren» (1964), obra modélica del cine de acción, en la que Burt Lancaster interpreta a un empleado ferroviario y miembro clandestino de la Resistencia francesa, encargado de detener la huida de un tren en el que los nazis transportan sus expolios pictóricos. Y no me olvidaría tampoco de «Pacto diabólico» (1966), una cult movie opresiva y fáustica, donde la realidad adquiere el rango de una pesadilla y la búsqueda de la propia identidad se convierte en un sombrío descenso por los pasadizos de la locura; la fotografía expresionista de James Wong Howe y los títulos de crédito de Saul Bass completan la magia de una película que en cierto modo refuta el estilo habitual de Frankenheimer, tan implacablemente realista. A los 72 años, John Frankenheimer acaba de entregar su hálito; quienes preferimos a los «artesanos» leales a su oficio, antes que a tantos «autores» de pacotilla, echaremos de menos su garra narrativa.

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