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Querer de cine

BORGES se figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca; no menos leal a sus devociones, José Luis Garci lo imagina como un patio de butacas con olor a ozonopino. «Me ha contado mi madre -escribe en el prólogo de Querer de cine, la más reciente entrega de su dietario sentimental- que arriba te dan la mejor localidad, nunca ponen el aire acondicionado, dejan fumar (como antaño en los cines de Londres) y en la butaca de al lado sientan, para que tomes sus manos, a esa persona que de verdad te quiere para siempre. Se rumorea que hasta los más hiperactivos -«rabos de lagartija», los llamábamos en mi colegio-, al entrar en la sala, sienten una paz increíble. Ah, y aseguran que del proyector sale una luz tan hermosa que cura la melancolía, como los frutos de aquellos árboles de Sumatra, según nos secreteó Marco Polo en su Libro de las Maravillas». Y, mientras llega esa suprema bienaventuranza, Garci se dedica a hacernos más llevadera nuestra andadura por el valle de lágrimas con libros como éste, donde se concitan las plurales formas de la felicidad, aliadas con el recuerdo de tantas películas que han conformado su inconfundible mitología personal, iluminadas por la presencia benefactora de sus amigos, enaltecidas por una especie de trepidación contagiosa que se hace esgrima verbal, chisporroteo de palabras que nunca declinan en su fuego, estampida elegíaca, enumeración caótica, cordial tropel de impresiones fugacísimas que, atrapadas por el tecleo de su Underwood, remueve en el lector sumergidos continentes de penumbra.

Siempre he visto en Garci a un escritor que hace películas. Lo demuestra en sus guiones, donde los diálogos siempre tienen temperatura de radiografías espirituales, empeñadas en atisbar esos recodos del alma a los que no alcanza el escrutinio de la cámara; lo demuestra también en libros como este Querer de cine, escritos a salto de mata, en aeropuertos esquivos o madrugadas alumbradas por el insomnio, al hilo de las efemérides del corazón, que desdeñan las fechas del calendario y brotan, ebrias de entusiasmo y de nostalgia (porque la nostalgia adquiere estrategias jubilosas en la pluma de Garci), permitiéndole remozar el mundo en cada frase. Garci se entrega a la escritura con las manos limpias y los bolsillos del pantalón vueltos, con la misma despojada generosidad con que consume sus días; y el resultado son libros retozones, efervescentes de ritmo y de pasión, gozosamente habitados por sus fantasmas custodios, donde su intimidad se muestra y se esconde en un juego de pudoroso exhibicionismo que convierte sus evocaciones, sus predilecciones, sus divagaciones -tan arbitrarias como pertinentes- en capítulos de su propia vida. Porque Garci, escribiendo sobre Deborah Kerr o sobre Manuel Alcántara, sobre las heroínas del cine negro o sobre el proteico siglo XX, se está escribiendo siempre a sí mismo. Y esta capacidad para filtrar el hondo caudal de la vida por el tamiz de una mirada unificadora e intransferible es el primer signo distintivo del escritor con universo propio.

Garci tiene también un estilo que no se parece a ningún otro, una como tranquila ironía que no se encenaga en el sarcasmo, una visión poética de las cosas que le permite extraerles una música nunca rimada, una luminosa clarividencia que le permite explicar intuitivamente sentimientos o sensaciones o pasadizos del alma con una naturalidad que bendice a muy pocos escritores. Para ser un gran novelista ya sólo le falta paciencia para fajarse durante quince asaltos; y aguardo el día en que por fin acepte que su vocación reprimida de escritor necesita, para expresarse enteramente, sentarse ante el escritorio sin horarios prefijados. Mientras aguardamos esa novela que nos debe, podemos ir abriendo boca con este Querer de cine, donde Garci nos ofrece, a través de una rendija, la visión del Paraíso.

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