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Thriller

EL documental lo emitía la noche del viernes Telemadrid y todavía no he logrado reponerme. Michael Jackson abría la gusanera de su intimidad al periodista Martin Bashir con una especie de impudicia reticente que oscurecía a la vez que alumbraba el misterio de un personaje tan fascinador como repugnante. A la postre, el documental dejaba en el espectador una impresión semejante a la de aquella célebre secuencia de la película de James Whale, en la que el monstruo de Frankenstein juega con una niña a la orilla de un lago y le tiende una flor, antes de estrangularla; como la película de James Whale, el documental de Martin Bashir no llega a ofrecernos la consumación del crimen, pero el recurso de la elipsis nos transmite una zozobra mucho más vívida y acongojante. ¿Es Michael Jackson un sórdido pederasta, o tan sólo un niño que se resiste a envejecer, un niño acechado por el fantasma de la decrepitud que se aferra a un extinto sueño de pureza? Por momentos la entrevista adquiría las estrategias de una sesión psicoanalítica; Bashir lograba entonces sonsacar a Jackson algunas confidencias que merodeaban los precipicios del patetismo y la aberración: las burlas y vejaciones del padre que exprimió su infancia, su iniciación sexual bastante calamitosa y frustrante, sus devaneos con niños que se muestran sonrientes y agradecidos de haber dormido en el lecho de su anfitrión...

Parecía evidente, a la vista del documental, que Jackson no llega a mantener tratos carnales con esos niños (no, al menos, en el estricto sentido de la palabra); pero el espectador prueba a imaginarse las ceremonias clandestinas que se desarrollan en la alcoba de Michael Jackson y enseguida siente el acecho viscoso del horror, trepando por su sangre como una serpiente. ¿Qué monstruo trágico, qué ángel lastimado de traumas se esconde detrás de ese rostro inverosímil, mil veces tallado por el bisturí? ¿Pertenece Michael Jackson a la estirpe de Gilles de Rais o a la Peter Pan? ¿Es un pobre orate trastornado por perversiones ininteligibles o una criatura aterida de dolor? ¿O es ambas cosas a la vez? El documento clínico y la pesquisa detectivesca se funden en este trabajo, para lograr un producto televisivo de primera magnitud que debiera exhibirse en todas las escuelas de periodismo. Una especie de Ciudadano Jackson que nos insemina el desasosiego, que nos obliga a descender hasta los sótanos del alma, allá donde germinan los pecados más lóbregos e indescifrables.

El documental incorporaba algunas secuencias perturbadoras. Así, por ejemplo, aquélla en la que veíamos entrar a Michael Jackson en una tienda para millonarios horteras y comprar los cachivaches más absurdos y faraónicos, en un exhibicionismo dispendioso. Así, por ejemplo, aquélla del paseo con sus dos hijos mayores, a los que provee de máscaras, para que los paparazzi no puedan retratar sus facciones. Pero ninguna secuencia me horripiló tanto como aquélla en la que Jackson alimenta a su benjamín, todavía lactante: para evitar que las cámaras divulguen sus facciones, le tapa el rostro con un pañuelo de gasa que casi lo asfixia; luego, le arrima el biberón a la boca con premiosidad y, en vez de mecerlo con dulzura, lo apoya sobre sus rodillas, que parecen poseídas por el baile de San Vito. El niño, atragantado y sacudido por el tembleque que Michael Jackson le imprime con sus movimientos espasmódicos, trata de rechazar en vano la tetina del biberón; el pañuelo de gasa que le roba el aliento le impide sollozar... Es una escena angustiosa que deja al espectador malherido y como necesitado de que le presten una bombona de oxígeno, para no respirar el aire infectado por los miasmas de una enfermedad sin nombre. Tres días después, todavía me dura la sensación de ahogo.

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